La era de la posverdad
Es muy probable que hayan oído ustedes hablar de la posverdad. El Diccionario Oxford eligió esta palabra como la más relevante del año 2016 y son pocos los comentaristas que se resisten a usarla. Es uno de esos términos cuasi mágicos, que sugieren más que afirman, y que, por ello mismo, sirven tanto para un roto como para un descosido. Ideales como munición retórica.
Y, sin embargo, hay una realidad grave y preocupante tras la posverdad: la creciente pérdida de valor, y de peso social, de la verdad (y de la razón) en favor de los sentimientos, emociones y creencias.
Aunque la palabra sea nueva, lo que describe no lo es tanto. La historia de la propaganda es el triunfo de la emoción interesada sobre la razón argumentada, y sus primeras expresiones se pierden en el origen de las civilizaciones humanas. Pero quizás hasta ahora creíamos, con una inmensa ingenuidad, que esta capacidad de manipulación era propia de sociedades atrasadas, supersticiosas, con escasa instrucción y con organizaciones jerarquizadas, pre democráticas. Descubrir el inmenso poder de la mentira en nuestro mundo ilustrado y (pos) moderno nos desconcierta. Y no digamos ya cuando la vemos parasitar a sus anchos ámbitos como el universitario, o el de los medios de comunicación, que deberían ser justamente los que generaran las vacunas contra la enfermedad.
La posverdad es hija a partes iguales de dos grandes tendencias de nuestro tiempo: el relativismo y el sentimentalismo tóxico. La primera cuestiona la posibilidad misma de proclamar una verdad válida para todos. La segunda, descrita con gran brillantez por Theodore Dalrymple, exalta el sentimiento como criterio, no sólo válido, sino incluso supremo, para el juicio público sobre la realidad. Frente al valor del análisis racional, emerge la fuerza de convicción instantánea de la emoción, especialmente de la más reactiva, el odio. Mi sentimiento es mi verdad, y cuanto más intenso el sentimiento, más inequívoca la verdad que lo inspira.
Algunos creen que la posverdad explica el éxito de Donald Trump, o del Bréxit. Otros, en cambio, vemos en el auge de la ideología de género y la corrección política sus mayores exponentes.
Sea como fuere, en el fondo aparecen dos realidades que quizás pueden ayudarnos a entender lo que nos pasa. Por un lado, la conciencia de vivir en ese ‘mundo líquido’, sin referentes sólidos, que el sociólogo Zygmunt Bauman describió tan bien, nos tienta a justificar todo tipo de relajaciones, ya sea en el campo del rigor, la coherencia, o incluso la ley, como vemos en Cataluña.
Pero, sobre todo, lo que se evidencia es que la muerte (social) de Dios ha abierto un devorador agujero negro en el campo de lo simbólico -el de la búsqueda y construcción de sentido- que ni el arte, hoy socialmente devaluado; ni la hipertrofiada política, cada vez más invasiva; ni el impúdico sentimentalismo, logran tapar. La posverdad como síntoma del malestar contemporáneo.
Publicado en El Norte de Castilla