Compasión bajo sospecha
Uno de los grandes debates de nuestro tiempo gira en torno a la compasión. Lo acabamos de ver en Estados Unidos, en la discusión sobre los jóvenes inmigrantes ilegales conocidos como los “soñadores”. Trump había decidido suspender el programa que protegía de la deportación a estudiantes sin antecedentes penales. Pero esta semana ha llegado a un acuerdo con los demócratas para mantenerlo, lo que ha enfurecido a sus partidarios, que lo acusan de traicionar su compromiso de acabar con la inmigración ilegal.
Las bases sociales de Trump, el trumpismo, muestran en este episodio un rostro despiadado, insensible al argumento que esgrimió el presidente en un tuit: “¿Realmente quiere alguien echar a jóvenes buenos, bien formados y exitosos que tienen empleo, algunos sirviendo en el Ejército?”. Cabe preguntarse, por supuesto, por qué el inquilino de la Casa Blanca descubre ahora lo que ya debía saber, pero lo que de verdad debería preocuparnos es esa aparente incapacidad para la compasión que muestra parte de sus seguidores. Podemos cobijarnos bajo el tópico de que Estados Unidos es una sociedad enferma, pero conviene dejar las simplezas para las redes sociales.
La verdadera razón es que la compasión está hoy bajo sospecha. Cada vez más personas, en más lugares, desconfían de ella, incluso si no se atreven a decirlo públicamente. Y tienen motivos. Por compasión han entrado terroristas en Europa como si fueran refugiados; por compasión se ha justificado la llegada masiva de unos inmigrantes que no siempre son una bendición; en nombre de la empatía se han justificado reformas legales sobre la identidad sexual sobre las que es legítimo discrepar. Envueltos en la bandera de la bondad actúan quienes apedrean autobuses, o impiden hablar públicamente a los que consideran disidentes. Y la benevolencia con que tratamos a las oenegés que administran nuestra solidaridad les confiere una impunidad que les permite imponer con ventaja sus opiniones en el debate público. Quienes discrepan de todo esto ven en la compasión el caballo de Troya que utilizan sus enemigos para imponerse una y otra vez.
Y, sin embargo, ¿cómo renunciar a la compasión, la que posiblemente sea una de las más hermosas aportaciones del cristianismo a la historia de la humanidad? ¿Deben llevarnos los excesos actuales a olvidarnos del prójimo, a dejar de sentirnos concernidos por sus problemas? ¿Hay que refugiarse en la única certeza, muy relativa por otra parte, de los propios? Algunos pensamos que no. Que existe un camino intermedio entre la compasión obligatoria y la impiedad; entre la bondad impostada y el malismo; entre el sentimentalismo y la insensibilidad. Pero para hallarlo es necesario volver a hacer el esfuerzo de entender al otro y sus preocupaciones, y no dar por sentado que está enfermo o extraviado. Un poco más de templanza y razón y menos excesos emocionales le vendrán bien a nuestro debate público.
Publicado en El Norte de Castilla