Viernes, 22 de noviembre de 2024

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La respuesta al Islam

por Argumentos para el s. XXI

Hablaba ayer con un amigo sobre los recientes atentados yihadistas en Cataluña. Me indicaba su preocupación por dar una respuesta adecuada a la creciente influencia islámica en Europa. Aunque en España nuestra relación con el Islam tiene unas largas raíces históricas (700 años de convivencia, o mejor decir de confrontación), hay otros países europeos donde la influencia musulmana actual es mucho mayor que en el nuestro. Por ejemplo, en Francia o en Alemania, donde la inmigración del norte de Africa y de Turquía, respectivamente, supone ya un porcentaje elevado de su población.
La primera reacción ante esta creciente influencia puede ser muy variada. Para algunos, supone un peligro inminente, pues parten de la base que los valores islámicos no aportan nada a las sociedades democráticas occidentales, o más bien son caballos de Troya para destruirlas. Para otros, se trata de un enriquecimiento cultural, al agrandar nuestra visión con nuevas perspectivas. Otros simplemente consideran que es una tendencia inevitable: ante el agotamiento demográfico y la crisis de valores que viven las sociedades occidentales, habrá otros valores que los reemplacen.
 
Me parece que todos tienen algo de razón, y que no resulta fácil tener una postura (y una política) coherente y de largo plazo ante la rapidez de las transformaciones sociales y culturales que estos fenómenos de emigración masiva suponen. Históricamente, los grandes imperios, con los valores que implicaban, cayeron por su propia debilidad interna, y fueron reemplazados por otros pueblos que, paradójicamente, acabaron adoptando buena parte de esos valores. El caso del imperio romano es particularmente nítido: implicó el colapso de lo que entonces era Europa, la ruptura política y social a gran escala, la sustitución de un "estado de derecho" (con todas sus limitaciones de época, pero bastante similar a lo que ahora entendemos por este concepto), por un conjunto disgregado de poderes locales, que costó más de mil años convertir en estados nacionales. No sé si ahora occurrirá algo parecido con la inmigración africana y asiática a Europa. A mi modo de ver una de las principales diferencias sería qué institución -o conjunto de valores- quedaría tras ese debacle político. En el caso del imperio romano, fue la Iglesia quien se encargó de transmitir la cultura clásica, quien en última instancia garantizó que no se empezara de cero, y que finalmente se recuperara lo mejor del ingenio greco-romano, asumiendo sus progresos. ¿Quién haría ahora ese papel? ¿Está la Iglesia en condiciones de hacerlo? ¿Es lo suficientemente coherente, con principios morales y teológicos claros que fundamenten una economía, una cultura, una política? ¿Tendría la influencia intelectual que tuvo para sostener lo mejor de nuestra cultura actual y servir de germen de una sociedad post-europea?
No sé responder a esas preguntas, pero sí me queda claro que el problema no es tanto la influencia exterior, la inmigración de pueblos con otras culturas, sino el debilitamiento interior, la falta de capacidad del cristianismo europeo para alumbrar al mundo contemporáneo con valores que no sean contemporáneos, precisamente porque lo contemporáneo deja todos los días de serlo. Solo puede alumbrarse el presente con energía que sea permanente, porque el presente deja de serlo en cuanto lo hemos vivido. No podemos mantener una sociedad honda sin raíces, no habrá valores si mantenemos la liquidez, la vaciedad, que pretende mostrarse como fundamentadora de la convivencia. No se pierde la convivencia pacífica porque se tengan ideas sólidas, sino solo porque no sepan defenderse con razones. Más bien al contrario, sólo se emplea la violencia cuando no se tienen razones para defender las ideas o cuando las ideas se han convertido en ideología, al margen de la realidad que debería sustentarla.
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