El valor de la religión
La ensayista británica Karen Armstrong, reciente ganadora del Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, es un personaje controvertido. Por un lado, su defensa del valor de la religión genera un rechazo frontal en ateos y laicistas radicales como Richard Dawkins, que abogan por borrarla del mapa. Pero, por otro, su afán conciliador, su empeño en ver lo positivo que hay en todas las creencias, sin establecer jerarquías ni preferencias, también genera rechazo. Armstrong forma parte del grupo de expertos de la ONU para la Alianza de Civilizaciones, proyecto que genera infinita desconfianza entre muchos de quienes contemplan alarmados la proliferación del yihadismo musulmán.
Con todo, la posición de Armstrong es interesante y valiosa. Y ha sido capaz de ir contra corriente en muchos asuntos espinosos. Un ejemplo: es beligerante, pacíficamente beligerante, contra ese desprecio hacia lo religioso que campa por Occidente y, de modo muy especial, en la España del siglo XXI. “Europa se está quedando muy pasada de moda en su secularismo. La idea de que la religión es dañina no es muy inteligente”, aseguraba en una entrevista reciente. Al contrario, defiende que las sociedades agrícolas previas al surgimiento de las creencias organizadas eran crueles y violentas y que la aparición de la religión favoreció la solidaridad. Y recuerda que las guerras más destructivas -las dos guerras mundiales- y los acontecimientos sociales más devastadores -las revoluciones soviética y china, el holocausto nazi o la Revolución Francesa- no tenían ninguna motivación religiosa, sino que en algunos casos era más bien la opuesta.
También relativiza Armstrong la mala fama de la Inquisición, de la que dice que tuvo más que ver con la política que con la fe. E incluso cuestiona la figura del reformador Lutero, del que afirma que “no era un hombre tolerante: odiaba a católicos, judíos, mujeres, turcos y a cualquiera que le llevara la contraria”.
Pero sobre todo propone dos ideas clave para un correcto abordaje de lo religioso. Por un lado, poner el énfasis en la compasión, que es el valor central, y común, de todas las religiones. Por otro, abogar por la separación entre religión y política “que es una buena idea también para la religión”.
Eso sí, pide que los procesos secularizadores se aborden con calma, desde el diálogo y el entendimiento, y sin forzar desde fuera la evolución natural de las sociedades. Nada que objetar, aunque uno tiene la sensación de que Armstrong infravalora algunos datos clave, como la singularísima identificación que en los textos sagrados del Islam se da entre religión, política y Estado, y que es algo único entre las religiones modernas.
No será sencilla la reforma del Islam por la que abogan tanto ella como la escritora somalí Ayaan Hirsi Ali. Pero desde luego habrá que intentarla, aunque solo sea porque el otro camino nos lleva a un enfrentamiento descarnado y potencialmente aterrador.
Publicado en El Norte de Castilla