Confesiones de un padre sin vocación… de cursi
Tenía pendiente escribir mis impresiones sobre el último libro de José María Contreras Espuny, Confesiones de un padre sin vocación, cuando me topé con la reseña que del mismo había hecho Enrique García-Máiquez… ¿y qué más se puede añadir? ¿qué puedo señalar que no haya comentado ya, con su habitual gracia y acierto, ese lector bulímico y con criterio que es Enrique?
Pues poca, muy poca cosa. Si hasta me ha chafado la recomendación de esa delicia de las Crónicas coreanas del mismo Contreras Espuny (insisto de nuevo, si aún no lo han leído no pierdan un segundo en hacerlo, no se arrepentirán).
Y es que allí podemos encontrar todo lo relevante sobre estas Confesiones: su singular humor, paradójico y resabiado, al tiempo que inocente, («Aunque casarse era lo último que quería para mi vida, casarse con Matilde me pareció una excepción», su habilidad para romper tópicos y descuadrar lo previsible desde la más indiscutible ortodoxia que, en palabras de García-Máiquez une “un pesimismo cósmico superficial con una esperanza teológica de fondo. Ambas sinceras.” Cita García-Máiquez el brillante capítulo dedicado al bautizo del niño, pero quien esto escribe confiesa que ha adoptado una sonrisa un tanto malévola que le ha durado un buen rato cada vez que el padre sin vocación se enfrentaba, porque de eso se trata, con enfermeras, pediatras (“muy moderna ella, esto es, casi primitiva”) y pedagogos a la última. Ya el capítulo sobre el «El Congreso Internacional Sobre El Tá: Una Palabra Al Borde De Lo Ininteligible» es una genialidad, una parodia fina y sangrante que tiene en sí categoría de relato único.
Perplejidad ante una nueva vida
Contreras Espuny oscila entre el realismo más descarnado, y por eso tan cercano, tan alejado de los relatos cursis para padres primerizos («Durante sus primeros días de vida, José hacía dos cosas: dormía o lloraba; y dado que dormía poco, pasábamos las noches en vela, espantando a los mosquitos del delirio»), y sus fértiles cavilaciones y manías, a menudo sanadas por el sentido común de Matilde, que adopta así el papel de tantas mujeres sensatas que nos mantienen dentro de los límites de la cordura.
Señala también García-Máiquez la presencia, puntual pero de hondo calado del “padre del padre”: “Es un personaje principal, como quien no quiere la cosa. Es un libro de un padre a su hijo pero de un hijo a su padre también. Implícitamente, hay mucho de asunción de un modelo, y al revés: de regodeo del padre al reconocer al hijo en su viejo papel. Así, cuando el autor revive angustias que fueron del padre, éste «entonces me agarró del antebrazo y, al oído para que mi madre no lo oyera, me soltó: “pues te jodes”, dándome así la bienvenida a la paternidad».
Al final resulta que este padre sin vocación de lo que no tiene vocación es de ser un padre moderno y enrollado, que por eso mismo escribe: «He aquí que recientemente ha surgido una plaga de padres que son como la mitad buena de aquel vizconde: padres demediados, almibarados, arrobados, enajenados…» Frente a este modelo, que reconozcámoslo, da un poco de grima, Contreras Espuny se identifica con «aquel padre de familia numerosa al que le celebraron lo mucho que le gustaban los niños. No se equivoque, replicó, la que me gusta es mi mujer».
La paternidad del hombre
Es la defensa de la paternidad de toda la vida, concluye García-Máiquez, de la paternidad del hombre, tan distinta de la maternidad de la mujer, pero tan esencial como ella, aunque esté ahora tan acosada por la cursilería. Y es por ello que este libro resulta tan apropiado para nuestros tiempos.
Permítanme una última aportación propia: al leer a José MªContreras Espuny me ha venido a la cabeza Hadjadj, en especial el de ¿Qué es una familia?, o Chesterton, o incluso Woody Allen. Allí están sus ecos, que resuenan en este libro inteligente, socarrón, brillante, escéptico y esperanzador. Una delicia para padres jóvenes y no tanto.