De un pesquero secuestrado y del pabellón que portaba
por Luis Antequera
Ya se ha liberado al Alakrana, ya podemos hablar, ya podemos estallar, personalmente lo necesitaba. La solución ha sido la más humillante imaginable en un caso como éste: el plegamiento a todas las condiciones impuestas por los secuestradores, materializadas a lo que parece, en un rescate de dos millones seiscientos mil euros y la posible liberación mediante la argucia legal que se considere oportuna, de los dos secuestradores en poder del estado español.
El asunto Alakrana ha hecho aflorar las muchísimas miserias que asuelan hoy día a este país, excesivas como para intentar enumerar todas ellas en un artículo que como éste, ha de ser necesariamente breve.
De entre todas, -y lamentablemente, hay donde elegir-, personalmente opto por la que me ha parecido la más grave: la impresentable actuación en la que incurrió quien haya tomado la decisión, ora el armador, ora el capitán, ora quien sea, de arriar la bandera española y sustituirla por la ikurriña en un momento dado de la derrota del barco, algo que, por desgracia –y ojalá me esté equivocando -, parece confirmarse como realidad insoslayable. Una irresponsabilidad que, de entrada, no sólo inhabilita jurídicamente, que también, sino moralmente, a nadie, y digo bien, a nadie, para pedir a España y a su gobierno que provea la solución al secuestro en ninguna de las maneras en que ésta pueda provenir, ya sea la disuasión preventiva, ya sea la liberación armada, ya sea el pago del rescate.
De demostrarse que la hipótesis del denigrante y vergonzoso arriado de la bandera española se produjo, algo a lo que por desgracia todo apunta, el mínimo decoro nacional exige que el armador del barco devuelva al estado español, a la mayor brevedad y si preciso fuere mediante la ejecución del navío, la cantidad anticipada para su rescate; la amonestación solemne de las autoridades españolas y la denuncia pública de los medios españoles; y por supuesto, la inmediata depuración de las responsabilidades penales a las que hubiere lugar, tanto en lo relativo a la situación de riesgo en la que con dicha acción se hizo incurrir al navío y a sus tripulantes, como sobre todo, por si los hechos mencionados pudieran ser constitutivos del delito recogido en el artículo 543 del Código penal español vigente, que reza como sigue:
“Las ofensas o ultrajes de palabra, por escrito o de hecho a España, a sus Comunidades Autónomas o a sus símbolos o emblemas, efectuados con publicidad, se castigarán con la pena de multa de siete a doce meses”.
Y todo ello, sin olvidar la delimitación de las responsabilidades que el citado hecho pudiere implicar en el ámbito del derecho marítimo internacional.
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