Una vida enamorada
Conforme avanza el mes de febrero se aproxima una fecha que a mí me ha llamado siempre la atención: San Valentín, el día de los enamorados. Desde niña me sorprendía e ilusionaba que existiera un día dedicado a los que están enamorados, y jugueteaba con mis compañeras de colegio con la ilusión de estar o no enamorada y de llevar algo rojo en mi atuendo como señal de estarlo.
Han pasado los años y ya no soy una colegiala, soy una mujer en una edad ya madura y, aunque nunca llevo nada rojo en mi atuendo porque soy una monja y el color de mi hábito es el marrón, puedo deciros que estoy enamorada. Mejor dicho: que vivo profundamente enamorada y que para mí todos los días son San Valentín. Es más: no concibo la vida sin vivirla enamorada de algo, de alguien… o en mi caso de Alguien.
Sí: lo he escrito bien: Alguien con mayúscula, Jesucristo. Soy una monja -todos lo sabeis- y una monja católica, pero aunque eso es lo que soy y no lo oculto nunca, no es esa mi identidad profunda, ni mi esencia. Mi identidad es estar y vivir enamorada de Jesucristo; como escribí en mi blog personal: “No deseo que me conozcais de otra manera, sino como la enamorada de Jesucristo, la locamente enamorada de su Corazón... Una mujer pobre y pequeña en todo salvo en una cosa: sus deseos de amar y de hacer el bien.”
Yo me enamoro de EL todos los días, cada día. Vivir enamorado no es simplemente pasar por la vida con un subidón emocional y los ojos en blanco, sino vivir sumergida en una vivencia que compromete toda la existencia y la tiñe de un color, y la empapa de un aroma y le da un sabor concreto… No hay que ponerse nada de color rojo para que los que me rodean adviertan que mi vida está llena y que vivo enamorada… El brillo de mis ojos, la fuerza de mis palabras… todo tiene que delatarme, porque el enamoramiento transforma la existencia desde lo más profundo y la transfigura, la plenifica, la llena de sentido hasta en sus detalles más pequeños: uno no se cepilla los dientes de la misma manera si está enamorado que si no lo está.
El enamoramiento no es amor; el amor es otra cosa. El enamoramiento es una llama que incendia la vida y la llena de fuerza y la impulsa. El amor es lo que queda después de ese incendio inicial: las brasas rojas y apacibles que permanecen y dan menos luz, pero mucho más calor, pero lo más importante es que permanecen, que están ahí y nos recuerdan la fuerza del enamoramiento inicial. El enamoramiento pasa, el amor permanece. El enamoramiento impulsa, urge, revoluciona la existencia… y el amor proporciona solidez, estabilidad, serenidad… El enamoramiento cambia la vida de una persona y la lanza fuera de su instalación, del adocenamiento y sus seguridades, el amor genera compromiso y se sostiene en la entrega y la fidelidad. El enamoramiento se acaba y sólo queda el amor.
Si algo me conmueve es contemplar por los parques o por las ciudades o donde sea… esas parejas de viejecitos que pasean de la mano su amor después de cincuenta o sesenta años juntos. En ellos se ven el enamoramiento y el amor bien diferenciados, y la necesidad de alimentar el amor enamorándose cada día, viviendo una vida enamorada.
Madre Olga María, cscj
Han pasado los años y ya no soy una colegiala, soy una mujer en una edad ya madura y, aunque nunca llevo nada rojo en mi atuendo porque soy una monja y el color de mi hábito es el marrón, puedo deciros que estoy enamorada. Mejor dicho: que vivo profundamente enamorada y que para mí todos los días son San Valentín. Es más: no concibo la vida sin vivirla enamorada de algo, de alguien… o en mi caso de Alguien.
Sí: lo he escrito bien: Alguien con mayúscula, Jesucristo. Soy una monja -todos lo sabeis- y una monja católica, pero aunque eso es lo que soy y no lo oculto nunca, no es esa mi identidad profunda, ni mi esencia. Mi identidad es estar y vivir enamorada de Jesucristo; como escribí en mi blog personal: “No deseo que me conozcais de otra manera, sino como la enamorada de Jesucristo, la locamente enamorada de su Corazón... Una mujer pobre y pequeña en todo salvo en una cosa: sus deseos de amar y de hacer el bien.”
Yo me enamoro de EL todos los días, cada día. Vivir enamorado no es simplemente pasar por la vida con un subidón emocional y los ojos en blanco, sino vivir sumergida en una vivencia que compromete toda la existencia y la tiñe de un color, y la empapa de un aroma y le da un sabor concreto… No hay que ponerse nada de color rojo para que los que me rodean adviertan que mi vida está llena y que vivo enamorada… El brillo de mis ojos, la fuerza de mis palabras… todo tiene que delatarme, porque el enamoramiento transforma la existencia desde lo más profundo y la transfigura, la plenifica, la llena de sentido hasta en sus detalles más pequeños: uno no se cepilla los dientes de la misma manera si está enamorado que si no lo está.
El enamoramiento no es amor; el amor es otra cosa. El enamoramiento es una llama que incendia la vida y la llena de fuerza y la impulsa. El amor es lo que queda después de ese incendio inicial: las brasas rojas y apacibles que permanecen y dan menos luz, pero mucho más calor, pero lo más importante es que permanecen, que están ahí y nos recuerdan la fuerza del enamoramiento inicial. El enamoramiento pasa, el amor permanece. El enamoramiento impulsa, urge, revoluciona la existencia… y el amor proporciona solidez, estabilidad, serenidad… El enamoramiento cambia la vida de una persona y la lanza fuera de su instalación, del adocenamiento y sus seguridades, el amor genera compromiso y se sostiene en la entrega y la fidelidad. El enamoramiento se acaba y sólo queda el amor.
Si algo me conmueve es contemplar por los parques o por las ciudades o donde sea… esas parejas de viejecitos que pasean de la mano su amor después de cincuenta o sesenta años juntos. En ellos se ven el enamoramiento y el amor bien diferenciados, y la necesidad de alimentar el amor enamorándose cada día, viviendo una vida enamorada.
Madre Olga María, cscj
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