Domingo, 22 de diciembre de 2024

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"Yo no soy un tuit"

por Familia en construcción

¿Qué harías si tu hijo de Primaria te suelta, tal cual: "mamá, ¿cuál es tu filosofía de vida?"? Después de saber que la hija de una amiga se lo había preguntado una tarde cualquiera, así, de repente, sin venir a cuento, les hice esta pregunta en una cena a varios amigos que controlan un potosí de temas de educación. "Así, si algún día surge la conversación en casa, no me pillará desprevenida", pensé; porque vaya telita las curiosidades que les surgen a los niños... ¡jejeje!

En aquel momento, y sin pensarlo demasiado, cada cual soltamos la frase que se nos antojaba que sería más acertada, resultona o completita: "ama y haz lo que quieras", "haz el bien y no mires a quién"...

Entonces, nos giramos hacia el único presente que continuaba en silencio: "¿y tú, no dirías nada?". La respuesta fue tajante: "claro, pero diría mucho más que eso. Yo no soy un tuit", sentenció. "Mi filosofía de vida no se puede resumir en una frase. Si mi hijo de verdad quisiera saber cuál es mi filosofía de vida, lo primero que le diría sería: 'hijo, toma asiento, que te voy a contar...'".

Nada de frases célebres, nada de grandilocuencia. Con una gran dosis de sencillez, pero otra aún más grande de prudencia, nuestro amigo le explicaría detenidamente a su hijo cuáles son los principios morales y religiosos por los que procura regir su vida, la espiritualidad que le mueve, de dónde saca las fuerzas para vivir de tal modo, cuál es el centro de su existencia, qué es lo que considera más importante en su vida y en su día a día... En definitiva, le contaría lo que realmente es su filosofía de vida, no una frase traída con más o menos gracia tratando de resumir todo el comportamiento de una persona. Porque la persona humana, su filosofía de vida, por muchas prisas que nos meta snapchat o mucho sintetizar que nos exija tuiter, es imposible resumirla en una sola frase. El ser humano es mucho más completo que la celeridad a la que nos estamos acostumbrando, cayendo, a menudo sin querer, en un exceso de frivolidad -el "vicio supremo"- que nos perjudica especialmente cuando se trata de la formación de nuestros hijos.

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