El Pentecostés samaritano
El Pentecostés samaritano
Ven, Dulce Huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira le vacío del hombre si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos. Por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno. Amén.”
Tenía yo 13 años la primera vez que recité conscientemente esta Secuencia del Espíritu Santo. Desde entonces, me ha acompañado toda mi vida. Me impactó tanto aquella primera vez que la leí, que recuerdo que pedí que me la copiaran en una estampa, que todavía conservo 33 años después.
Yo no sé si os habéis parado despacio a desmenuzar esta Secuencia. Pero yo cada vez que lo hago, siempre encuentro que el Espíritu Santo me la unge y me la llena de sentidos nuevos y diferentes. No me cansa, me la sé de memoria, la repito muchas veces y… ¡siempre es nueva!
Cuando descubrí además, al adentrarme en los caminos del Corazón de Jesús, que el Espíritu Santo nos fue entregado directamente desde el Corazón de Cristo, el Viernes Santo en el Calvario, entendí también que, desde el Corazón de Jesús en la Cruz, esta Secuencia fue derramada para mí. Y se encendió en mí una sed más grande del Espíritu, una sed más insaciable del “Agua que brota del Costado de Jesús junto con su Sangre” el Viernes Santo. Y cada vez que la rezo y cada vez que pido el Espíritu, sirviéndome de esta Secuencia, me veo en el Calvario recibiendo el Espíritu de Jesús.
Yo entiendo que el Espíritu Santo fue derramado para la Iglesia en Pentecostes, cuando los apóstoles estaban en el Cenáculo con María, la Madre del Señor, orando. Pero mi Pentecostés personal siempre ha sido en el Calvario, siempre ha sido junto a la Cruz de Jesús. Es donde he recibido los dones más grandes del Espíritu.
Mi Pentecostés personal siempre ha ido ligado a la Cruz y el Pentecostés de una Samaritana tiene que ser así: estando junto a la Cruz de Jesús, contemplando el Costado abierto con María y con el discípulo amado. Y en el Pentecostés del Calvario hubo tinieblas, la tierra se resquebrajó; pero lo más importante es que el velo del templo se rasgó y el Arca Santa de Dios, el “Sancta Sactorum” quedó al descubierto. Así tiene que ser para todos los corazones samaritanos la venida del Espíritu, la Pascua de Pentecostés, el paso del Espíritu: en el Calvario con la Virgen, con el discípulo de la intimidad y adentrándonos en el Costado abierto.
Cualquier solemnidad de la Iglesia, cualquier fiesta grande, cualquier acontecimiento personal, comunitario, eclesial, mundial…, una Samaritana tiene que vivirlo desde el Calvario y adentrándose por la herida del Costado. No hay otro lugar, ni otro itinerario para nosotras, al menos no debe haberlo. Si lo hay no es buena señal, estamos caminando un camino que no es el nuestro. Nuestro camino, nuestro umbral, nuestro pasadizo secreto siempre tiene que ser el Costado abierto de Jesús y desde ahí vivir todo, cualquier acontecimiento. Y desde ahí leer esta preciosa Secuencia.
El nuevo Pentecostés del que tanto hablamos también tiene que ser en el Calvario junto a la Cruz con María, casi solas, siendo minoría, porque el resto ha huido. Ese nuevo Pentecostés tiene que ser estar ahí junto a Jesús en el Calvario, recogiendo el Agua y la Sangre; y, con el Agua y la Sangre ungir, fertilizar, vivificar el nuevo Carmelo. Así lo entiendo yo. Y el Agua y la Sangre que brotan del Corazón de Jesús tras la lanzada, cuando Él muere, dan la vida, porque el Agua y la Sangre son vida. Sin agua no podemos vivir, y sin sangre tampoco. La vida brota de las Entrañas de Jesús, pero hay que ir al Calvario a dejarnos regar, a dejarnos empapar por el Agua y por la Sangre.
“Ven, Espíritu Divino, manda Tu luz desde el cielo”. ¡Ven e ilumina nuestra oscuridad! ¡Líbranos de nuestra ceguera! ¡Mándanos Tu luz desde el cielo!
“Padre amoroso del pobre, ¡ven!”, Tú que eres el “don más grande, el don más espléndido.” Eres la única luz capaz de curar nuestra ceguera. Y eres, desde el Corazón de Jesús, el consuelo, la consolación, el único capaz de aliviar, de confortar, de suavizar, de sostener. ¡Ven!
¡Ven, Dulce Huésped del alma!” Ven sobre nosotras, cae sobre nosotras suavemente como un rocío que empapa, que fertiliza la tierra, que la suaviza, que la va impregnando, la va colmando, la va suavizando. ¡Cae suavemente sobre nosotras y divinízanos!, ¡cámbianos!, ¡transfórmanos!, ¡empápanos!, ¡ablándanos!, ¡haznos blandas, dóciles, maleables, domables! ¡Transforma nuestra dureza natural en barro blando y dócil y dúctil, fácilmente maleable! ¡Cae sobre nosotras como un rocío suave, un rocío bienhechor! ¡Empápanos de Ti! ¡Imprégnanos de tu aroma, del aroma de Dios! ¡Déjanos gustar la dulzura, el sabor de Dios!
Ven Tú, que eres el único “descanso posible para nuestro esfuerzo”, la única tregua real verdadera de todos nuestros trabajos y fatigas. Tú eres, oh Espíritu, ese soplo suave, esa brisa que acaricia en esas horas difíciles que el calor asfixia. “¡Ven, Brisa en las horas de fuego! ¡Ven Tú, que eres el único Gozo, el único Consuelo capaz de enjugar nuestras lágrimas, capaz de aliviar nuestras tristezas, el Unico que sabe de verdad confortarnos cuando algo nos duele!
¡Ven, Señor! ¡Ven, Dios Espíritu Santo! “¡Ven y entra hasta el fondo del alma! ¡Entra hasta esa esencia de mí que solo Tú puedes penetrar! Entra hasta ese santuario íntimo al que solo Tú puedes acceder y enriquéceme, lléname de Ti, dame vida eterna, transforma mi pobreza íntima en tesoro, en tesoro eterno. ¡Enriquéceme!
¡Mira mi vacío cuando Tú faltas! ¡Mira mi dolorosa soledad interior cuando Tú me faltas por dentro! ¡Mírame a merced del pecado si me faltas Tú, si me falta tu aliento! ¡Qué doloroso vacío! ¡Qué terrible ausencia si Tú no vienes a mí! ¡Qué frágil, qué pequeña, qué pobre me siento frente a la tentación y frente al pecado si Tú no envías tu aliento! ¿Qué va a ser de mí sin Ti, Espíritu de la Verdad, Espíritu de la Rectitud, Espíritu Santificador? Es imposible para mí permanecer en tu gracia sin tu Espíritu. “Mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento.”
¡Riega mi tierra en sequía, empápame! Cae sobre mí como un rocío suave, que me va empapando, que me va invadiendo, que me va humedeciendo y remediando mi sequedad, que va mullendo mi tierra y reparando todas sus grietas -grietas que son de muerte- y las va cambiando en una tierra mullida y fértil, fecunda, preparada para la vida.
¡Ven! ¡Ven, Espíritu Santo, ven! “¡Sana mi corazón enfermo!” ¡Sana mis egoísmos, que son los que enferman mi corazón! “¡Lava todas mis manchas,” límpiame para Ti, no para mí! No busco la satisfacción de verme yo limpia. Te pido que me laves para Ti, para ser un templo bello, hermoso, digno de Ti.
“Infunde Tú, Espíritu de Amor, calor de vida en el hielo” de mi egoísmo, en el hielo de mi desamor… ¡fúndelo! Funde el hielo de mi egoísmo, el hielo de mi desamor. Fúndelo y conviértelo en agua para tu sed y para la sed de todos. Infunde calor de vida en el hielo de mi corazón.
“Doma mi espíritu indómito”. ¡Vénceme! ¡Doblégame! Doma mi espíritu rebelde, vénceme, vence mis desobediencias, vence mis rebeldías. Y guíame también cuando tuerza mis senderos y no vaya rectilínea hacia Ti. No me dejes desviarme ni a derecha ni a izquierda, ni entretenerme con las cosas del camino, “ni con las flores ni con las fieras”. ¡Llévame rectilínea hacia Ti y no permitas que ponga mis ojos ni mi corazón en ningún otro amante! ¡Llévame recta, por el sendero recto hacia Ti!
“Reparte Tus siete dones según la fe de tus siervos.” Es pequeña mi fe, es pobre, pero conforme a esa pobreza, ¡dame tus dones!: pon en mí tu piedad, tu ciencia, tu consejo, tu entendimiento, tu sabiduría, tu fortaleza y tu temor. No mires tanto la pobreza de mi fe para darme tus dones, cuanto a los anhelos profundos de mi corazón. ¡Necesito tus dones! “¿Adónde iré lejos de Tu aliento?” “¡Si conocieras el Don de Dios…!”
“Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos, por Tu bondad y tu gracia, dale a nuestros esfuerzos su mérito”, su valor. “¡Salva al que busca salvarse!” Que nadie de los que te buscan se pierda. ¡Enciende con tu Presencia el deseo de la salvación en todas las almas!
“Y danos, por fin, tu gozo eterno”. Danos el gozo, la plenitud, la alegría que no pasa, que no acaba. El gozo eterno dánoslo ya a gustar ahora, dánoslo a saborear.