Cristo «es la morada, y la podemos nosotros fabricar»
por Cerca de ti
Moradas quintas
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Guiados por Teresa de Jesús, nos vamos adentrando en las moradas de la vida espiritual de la santa, es cierto, porque ella no hace otra cosa que ponerle palabras al camino de fe que ha recorrido a lo largo de su vida, pero también son las moradas de nuestro propio itinerario espiritual. No estamos ante un libro -Las moradas- que trate sobre cuestiones esotéricas destinado a unos pocos iluminados o a gente especial o experta, sino ante el testimonio de una peregrina que nos cuenta cómo ha vivido su relación con Cristo. «Las moradas» son el evangelio tal como se fue moldeando en la historia de esta santa, que sumó a su condición de tal, la capacidad para observar y dar a conocer su experiencia por medio del genio de su pluma y de su verbo, y de la creatividad con que veía las cosas a su alrededor y en su interior, y la imaginación y el humor, y en fin, la fuerza profunda, interior y social a la vez, con que vivió cada minuto de sus días.
Esta vida espiritual que ella comparte con nosotros no es una invitación a aislarse o escaparse del mundo. La santidad de todos quienes conocieron a Teresa es la expresión visible de su castillo interior. Ella nos quiere decir que Dios es parte de tu vida, y es la mejor parte, pero lo tendrás que buscar, y no en la superficie ni en lo evidente o demostrable, sino en una realidad que está bien cerca de ti pero es invisible, y a la que se accede a través de la puerta de la oración. Y el que la traspase entrará en las primeras moradas donde Cristo lo atraerá con su amor, pero deberá luchar por esta vida nueva si es que en verdad la quiere. Y este combate son las moradas segundas. Y luego está el riesgo de la rutina, del sentirse seguros y amparados por la apariencia de los hábitos cristianos, disimulando los sinsabores de una existencia estancada en el orgullo, que impide progresar en la vida de Dios, y que solo la humildad, el «necesito de ti, Jesús, para seguir adelante y hacer lo que tú deseas», nos puede devolver la alegría. Son las moradas terceras.
Las cuartas moradas de las que nos habla Teresa nos ayudan a apreciar la vocación cristiana como la fuente de verdadera paz, serenidad y alegría que dilata la vida, la multiplica, la abre al amor, al encuentro con los demás, y a Dios. Es cierto que la oración de quietud que la madre Teresa nos describe y por la que se entra en estas moradas cuartas es un regalo que el Señor hace a ciertas personas santas, y en ese sentido las percibimos como experiencias exclusivas de ellas. Y esa sensación nos acompañará en las moradas restantes. Pero al mismo tiempo, esa realidad nos adviene no solo como una promesa que aguardamos, sino también como un presente que ya vivimos en algún grado todos los cristianos. Así, esa fuente de vida que libera la existencia desbordándola de alegría no es sino la vida bautismal que cada creyente conoce, porque es la vida de Dios en él. Por lo tanto, al entrar en las moradas cuartas con Teresa sentimos que de alguna manera conocemos esos aposentos, y nos pertenecen, aunque sea de una manera más distante, como unas tierras secas que reciben el agua que viene desde muy lejos gracias a las cañerías y a un sistema de regadío que ha costado mucho esfuerzo construir y mucho trabajo mantener. Por su parte, Teresa nos ha contado que si Dios quiere, existe la posibilidad de ver manar agua abundante sin ningún trabajo de nuestra parte, porque el agua no debe desplazarse, sino que el manantial está ahí mismo, y la evidencia de sus aguas se derrama desde lo muy íntimo hasta cada rincón de nuestra existencia, provocando una enorme felicidad. Es como un sueño, en que el alma parece «adormizada», pues «ni bien parece estar dormida, ni se siente despierta». De esto tenemos experiencia también, porque los momentos de intensa felicidad, aunque fugaces, parecen forzar los límites de «lo real», lo conocido, y mostrarnos que el mundo es más ancho y hermoso de lo que creíamos.
Unión del alma con Dios
Las moradas quintas, en este sentido, van más allá del sueño propio de las cuartas, y es como si te mataran, y uno se queda «como sin sentido», «como quien de todo punto ha muerto al mundo para vivir más en Dios». Es tal la fascinación del encuentro con el Otro, de «entrar» en Él, que uno quiere estar totalmente allí, para lo cual renuncia a ser lo de antes, que ya se siente claramente como viejo. ¡Por supuesto que nos encontramos ante el lenguaje del amor, los símbolos, que pueden dar cuenta de estos mundos nuevos! También los usamos actualmente. Así, alguien que se enamora de otro, dice de él: me dejó muerto. Y Teresa refiere que cuando sucede lo que sucede en las moradas quintas «no menea pie ni mano, como acá decimos de una persona que está tan desmayada que nos parece está muerta».
Sigamos con el ejemplo de los enamorados, que, a propósito, es la imagen que usará Teresa ya en estas moradas, y hasta el final, las séptimas. Aquí, en las quintas moradas, Teresa señala que se trata de un primer contacto entre los novios, y aunque es muy breve, el alma puede comprender lo que de otro modo le llevaría mil años, y queda muy enamorada al haber visto de «una manera secreta quién es este Esposo». Quien se enamora desea contentar en todo al otro, y seguirlo a todas partes. Y se suele decir que dos personas que se ponen de novios están súper conectados. No hay distancias, la unión es profunda, total, como si fuésemos uno, el uno en el otro. Madre Teresa nos explica que eso es lo que ocurre en las moradas quintas: la oración de unión del alma con Dios. Y es una unión que te deja sin respiración. Aquí lo que yo quiero se rinde totalmente al querer del Amor, al deseo del Señor, a la voluntad de Dios. ¿En el origen de toda historia de fe no está el «ven y sígueme»? ¿Y no nos llamó para estar con él? Bueno, aquí es la comunión profunda entre el Amado —Cristo—, y la amada —el alma, el creyente—. Y estos sí son amores que matan, aunque se trate de «una muerte sabrosa». Piensa Teresa entonces en la carta a los Colosenses: «Porque ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios» (Col 3, 3).
Piensa también en la imagen del gusano de seda que, mientras se va alimentando de la hoja de la morera, va fabricando con su baba su propio capullo de seda hasta quedar oculto dentro de él. Habrá que esperar que, al cabo de unas horas, desde su interior se rompa una de las paredes y salga, sorprendentemente, ya no un gusano feo sino una mariposa blanca llena de vida que no encuentra sosiego en ninguna parte y no deja de agitar vivamente sus alas. Lo que entró allí ha muerto y ha sido transformado en un nuevo ser lleno de vida.
Así ocurre a quien entra en las moradas quintas por medio de la oración de unión. Hay un morir en el sentido que durante la media hora que tal vez dure esta vivencia espiritual el alma «ni ve, ni oye, ni entiende en el tiempo que está así». Sin embargo, apunta Teresa, cuando «torna en sí», no puede dudar de «que estuvo en Dios y Dios en ella». «Pues, ¿cómo lo que no vimos se nos queda con esa certidumbre? —se pregunta—. Eso no lo sé yo; son obras suyas; mas sé que digo la verdad, y quien no quedare con esta certidumbre, no diría yo que es unión de toda el alma con Dios». Es una certeza que resiste el paso de los años, no puede olvidarse y queda sellada definitivamente en el corazón.
Y hay otro morir más profundo, que es un morir al pecado, al estilo de vida mundano, al amor propio y al egoísmo, a la sujeción de la propia voluntad, a «juzgar a los prójimos», a la falta de caridad, a amar al otro menos que a uno mismo, a la propia estimación… Esto se produce en el interior del capullo, durante esa media hora… Teresa de Ávila nos había dicho que en las personas humildes los recorridos se hacen mucho más rápidamente, y por eso también declara que Dios no concede este regalo de la oración de unión «sino a un alma que tiene ya por suya», es decir, a un discípulo que ya se halla desde hace mucho tiempo empeñado en la batalla y la barahúnda, en morir al pecado y a sí mismo, y en amar al prójimo más y más.
Recordemos que las moradas no son el escondite para quien desea fugarse del mundo y resguardarse en un colchón de rosas y gratas sensaciones alienantes. Son la expresión de la transformación del hombre viejo en el hombre nuevo. Por esto mismo, precisa Teresa, existe otra vía para entrar en las moradas quintas, y es seguir la voluntad de Dios. ¿Y cuál es esa voluntad? Amar a Dios y al prójimo. Pero, indica, la señal más clara de que se va por la buena senda está en esforzarse por amar al prójimo, «porque si amamos a Dios no se puede saber», aunque existan indicios grandes en este sentido también. Pero es amando al prójimo que se está seguro de avanzar en el amor a Dios, y «procuremos irnos entendiendo en cosas aun menudas y no haciendo caso de unas muy grandes».
Los frutos de la unión con Dios son el deseo de la entrega de la propia vida, la determinación de hacer grandes cosas por él para aliviar el dolor que produce ver que Dios es olvidado y «poco estimado en este mundo», las ganas de orar más, de alabar a Dios, y el anhelo por ser santos, porque ahora no parece ser tan difícil el serlo, puesto que Dios ayuda tanto… Uno queda como esa mariposa blanca, que busca reacomodarse en un mundo que de algún modo le resulta pobre y extraño. Como los apóstoles que debieron bajar del monte luego de ver a Jesús deslumbrando con su gloria. Y de esto, también tenemos experiencia.