Domingo, 22 de diciembre de 2024

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por Los Tres Mosqueteros

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Pintores, músicos, poetas, han tratado centenares de veces de reproducir la escena: dos mujeres frente a frente, con los rostros estáticos proclamando su inmensa alegría. La una exclama

 Bendita tú entre las mujeres (Lc 1, 42).

Y la otra le responde haciendo una increíble profecía, que se cumplirá siglo tras siglo en todo el mundo:

desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada… (Lc 1, 48).

La llamarán dichosa todas las generaciones de hombres y mujeres, siempre y en todos los rincones de la Tierra.

¿Cómo ―se pregunta el gran hagiógrafo G. Ricciotti― una insignificante muchachita, en un oscuro lugar de un diminuto país, iba a conseguir lo que nunca han alcanzado reyes poderosos, o el mismísimo emperador de Roma, Augusto? Pues así ha sido.

¿Quién recuerda ―y mucho menos bendice― a esos omnipotentes monarcas que llenaron el Imperio con sus grandes hazañas? Y, en cambio, ¡después de veinte siglos! la profecía de la cándida jovencita se sigue cumpliendo, bien en la humilde choza-capilla de una misión perdida en una selva africana o entre los mármoles y oros de una espléndida catedral de París o Nueva York. En todas ellas resuena el Magnificat con el que la joven del bello rostro cantó su alegría porque, nada menos que Dios, puso sus ojos en la pequeña virgencita.

Y si causa extrañeza el hecho de que Nuestra Señora prorrumpiera en un canto en una ocasión semejante, es que se desconoce lo frecuente que es, entre los ardientes orientales, expresar sus vehementes sentimientos cantando en improvisados ritmos que incluso son adaptaciones momentáneas de piezas muy conocidas. Tal hizo la Virgen, glosando (por así decirlo) probablemente el cántico de Ana que figura en el segundo libro de Samuel, Cap. 1, y que empieza así:

Mi corazón exulta en Jahweh…

¿Será necesario reproducir la historia? La Virgen, después del anuncio del ángel, corrió hacia Ain-Karin, y al encontrarse las dos primas, Santa Isabel se sintió inspirada por el vuelco de alegría que dio su niño en su vientre, y anonadada por el honor que se le hacía, exclamó:

¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor! (Lc 1, 45).

La Virgen, exultante de gozo, respondió con la gloriosa canción del Magnificat, elevando hasta alturas sublimes el clímax sobrenatural de aquel inefable instante.

María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa (Lc 1, 56).... donde le aguardaban algunos de los días más amargos de su vida.

Los Tres Mosqueteros 

 

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