La mujer del torero

Cantaba Rocío Jurado aquello de que “en vilo entre la arena y el lucero, / la risa por el llanto desgarrada, / así está la mujer que ama a un torero / herida y sin herir por la cornada”.

De alguna manera, todas las madres, las hermanas, las novias que aman a sus ‘toreros’ y respetan sus ‘torerías’,  sufren heridas y sin herir por la cornada.

Este asumir en silencio, asentir aunque quieran decir “no lo hagas” y dolerse en soledad es muestra de un amor que difícilmente se puede superar.

La mujer del torero, del cooperante, del militar, del policía, del bombero, del misionero y, en definitiva, de todo aquél que asume un cierto riesgo por atender su vocación, tiene en la Virgen María una fuente de inspiración para sus padecimientos.

Nuestra Madre “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19) y vivió en un ‘¡ay!’ toda su vida, apoyando a su Hijo en el desempeño de la voluntad del Padre, aunque sabía lo que iba a sucederle: la muerte en la Cruz. Y lo hizo hasta el final.

A lo largo de los últimos años, he podido conocer a muchas ‘mujeres de torero’, que siempre han dado muestras de su entereza, paciencia y saber estar. Siempre me ha impresionado cómo, contra su instinto compartido de supervivencia, abrazan la libertad de sus seres más queridos y, en la mayoría de los casos, no se conforman con asentir taimadamente, ahogando sus ganas de frenar a sus ‘toreros’, sino que además son capaces de darles una palabra de aliento y de respaldo.

No estaría de más que algún día se proclamara, ahora que se conmemora hasta el día de la tontería más grande, el día de la ‘mujer del torero’. Esa que espera y sufre paciente, deseando la vuelta a casa de quien arrebató su corazón.

Por mi parte, desde este rincón, las dos palabras más importantes: gracias… y perdón.