Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Quintiliano, una pedagogía clásica muy actual

Quintiliano, una pedagogía clásica muy actual

por Familia, Educación y Cultura

Marco Fabio Quintiliano, retórico hispano

Quintiliano nace hacia el año 35 después de Cristo en Calagurris, en la Hispania romana (la actual Calahorra, ciudad situada en la comunidad de La Rioja). Hijo de una familia acomodada, se va joven a Roma para formarse, y allí se empapa de la tradición ciceroniana. En esta gran ciudad inaugura una escuela pública de retórica. Como abogado y retórico ejerce durante años en la capital del Imperio y acaba contando con el apoyo del emperador Vespasiano que le otorgó una bien remunerada cátedra de retórica. Cuando ya casi está a punto de retirarse se convierte en tutor de dos sobrinos del emperador Domiciano. Muere en Roma hacia el año 100 de nuestra era.

Institutio oratoria, de la enseñanza de la oratoria

Entre sus obras destaca Institutio Oratoria (95 d.d. C) cuyo fin es tratar de la formación en retórica de los jóvenes patricios romanos y otros miembros de las clases altas. Sus conocimientos sobre esta materia le llevan a desarrollar en este libro no solo las bases que exigen la formación de un buen orador, sino una visión general de la cultura que hereda de los clásicos griegos y romanos. Institutio Oratoria está además plagada de unas reflexiones sobre la educación, la pedagogía, la filosofía y la literatura que han trascendido los siglos desde la Edad Media y el Renacimiento hasta hoy.

Un ejemplo de esta influencia posterior se consigna, por ejemplo, en la obra de Erasmo de Rotterdam, humanista neerlandés del Renacimiento (1466-1536), denominada De pueris instituendis y que destila las enseñanzas de Quintiliano, Plutarco, Cicerón y presenta una gran cultura clásica.

Nos vamos a ocupar solo de algunos temas pedagógicos que presenta Quintiliano en su Institutio Oratoria. Obra que partir del capítulo cuarto del primer libro se introduce de lleno en los temas de la retórica más eruditos y especializados. Nos interesa más la introducción (el proemio) y los primeros capítulos del primer libro en los que se fundamenta su pedagogía y, desde ahí, insistiremos en la tarea educativa que se cultiva en los hogares patricios, en las familias acomodadas, antes de que llegue el estudiante a la escuela a los siete años.

Para ser un buen orador hay que ser antes una buena persona

Centrémonos pues en estos primeros compases de Institutio Oratoria que es una obra destinada, como ya hemos señalado, a formar a buenos oradores. Pero maticemos: “buenos oradores” quiere decir para Quintiliano que sus estudiantes no solo deben ser elocuentes y persuasivos, sino que también deben ser buenas personas. Este adjetivo que califica a los oradores de “buenos” no es solo una forma bienintencionada de hablar. Quintiliano insiste en que solo una buena persona puede ser un buen retórico inspirándose en Catón el Viejo que, dos siglos antes, señala que el orador es un vir bonus dicendi peritus (un buen hombre, hábil en hablar).  Fijémonos como se expresa nuestro autor, hablando sobre este tema, en el capítulo dos del proemio. “Formamos en ellos un orador perfecto, el que no puede serlo no acompañándole las buenas costumbres: por donde no sólo quiero que en el decir sea aventajado, sino en todas las prendas del alma”

El orador -en la línea también de Aristóteles- no solo ha de ser sabio sino, primeramente, un ciudadano de ética intachable pues ha de promover el bien (ethos) y la verdad (logos). Una de las razones de este comportamiento recto es que este orador ha de inspirar credibilidad en la audiencia: ha de ser una autoridad en el tema y a la vez una persona digna de confianza y capaz también de convencer a los que le escuchan (pathos) sobre la base de su intachable modo de vida.  Sea desde la tribuna que sea: la del senador, el abogado, el educador, el filósofo o el poeta.

En la Roma de Quintiliano la retórica atravesaba toda la vida, la cultura y la sociedad. La oratoria era la formación base para cualquier papel, rol o profesión que quisiera alcanzar un varón de la aristocracia patricia en esta época imperial.  El autor de Institutio Oratoria es éticamente muy ambicioso pues aspira formar a una excelente generación de oradores que quizá se podrían convertir en una elite regeneradora en unos tiempos llenos de corrupción, violencia y convulsa sucesión de emperadores que a su vez eran hombres terribles como Nerón. Así pues, qué relevancia cobra hoy también la necesidad de educar hombres cultos, sabios y a la vez buenos ciudadanos.

Para Quintiliano la educación empieza pronto y dura toda la vida

“La vida de un niño nunca debe estar sin educación” (Libro I, capítulo 1). Esta afirmación responde a una de las ideas clave de Quintiliano en su papel de educador: nada en educación se debe dejar al azar ni se debe empezar tarde a cultivar al niño que ha de ser un gran orador.  En aquellos días otros retóricos consideraban que la educación comenzaba en la escuela a los siete años. Nuestro autor discrepa y sabe que para formar oradores hay que empezar desde el primer día, desde el nacimiento. “Nacido el hijo, conciba el padre las mayores esperanzas de él, pues así pondrá mayor esmero desde el principio” (Libro I, capítulo 1). El niño es educable por naturaleza y debe estar rodeado de sabiduría, del mejor lenguaje, pero también de confianza, de esperanza en la tarea de su formación como orador -hoy las podríamos hablar de expectativas inteligentes (nunca paralizadoras)- con vistas a alcanzar su fin: llevar a cabo sus capacidades racionales de manera excelente.

Esta educación en la primera infancia (no hay que confundirla con la estimulación temprana) prudente y sabia es la que hoy defienden la psicología cognitiva, la pediatría, la pedagogía más avanzada, y la misma neurociencia (un ejemplo son los Early Childhood Education Programs) como base para el mejor aprovechamiento de la educación primaria (school readiness). Quintiliano señalaba que en estas primeras etapas hay que andar lento, proporcionadamente y sobre todo partir del mejor lenguaje, de la imitación atenta ante a lo se ve, se oye y se lee en voz alta (los grandes poetas) y la memoria de estos mismos contenidos. El vinculo de apego y el aprendizaje lúdico serían dos elementos más.

“Ni estoy tan ignorante de lo que son las edades, que juzgue que se debe apremiar y pedir un trabajo formal en los primeros años. De esto debemos guardarnos mucho, para que no aborrezca el estudio el que aún no puede tenerle afición, y le tenga después el odio que una vez le llegó a cobrar. Esto ha de ser como cosa de juego: ruéguesele al niño, alábesele, y a las veces alégrese de lo que sabe. Enséñese a veces a otro, aunque él lo repugne, para que tenga emulación; otras vayan a competencia con él, y hágasele creer las más veces que él lleva la victoria: anímesele también con aquellos premios que son propios de la edad” (Libro I, capítulo 4)

En la primera infancia cabe la emulación y el incentivo como vemos en el texto anterior. Se trata de tomarle el gusto al trabajo, al ejercicio y al saber. Y ahí cabe el juego y también el manejo de las primeras letras convertidas en piezas de marfil o los primeros pasos de la caligrafía grabando estas mismas letras en una tabla de cera. Así llega, años más tarde, la lectura, la escritura y los dictados como refuerzo y repetición para poner los fundamentos de todo aprendizaje. Ahí aparece la memoria: [el infante] “Pueden también por este género de diversión aprender las sentencias de hombres ilustres, y lugares escogidos principalmente de los poetas, cosas que agradan a la edad pequeña. Porque, como diré en su lugar, la memoria es muy conducente al orador, y ésta se cultiva y afirma con el ejercicio” (Libro I, capítulo 4)

El objetivo final es que cuando lleguen a la escuela, lejos del hogar a los siete años, la memoria y la imitación estén bien dispuestas: “El maestro diestro encargado ya del niño, lo primero de todo tantee sus talentos e índole. La principal señal de talento en los niños es la memoria; la que tiene dos oficios que son: aprender con facilidad y retener fielmente lo que aprendió. La segunda señal es la habilidad en imitar, por ser señal de docilidad” (Libro III capítulo 1)

Promover el gusto por el conocimiento, el amor al estudio

El saber no se impone ni con dureza, ni con exigencias desabridas. Quintiliano busca siempre la adhesión del estudiante, quiere que encuentre gusto (quizá  debamos hablar del deseo de conocer) en sus tareas educativas. Este concepto de gusto se repite mucho en Institutio Oratoria. Tomar gusto a las tareas es uno de los propósitos del maestro para sus estudiantes.  Educar sin prisas en la confianza y en la tenacidad en la que el niño, el estudiante, se siente satisfecho en sus avances. Pero el niño no marca sus ritmos. El niño ha de ser dócil a las enseñanzas de su formador para encontrar los incentivos interiores para aprender: “A mí denme un niño, a quien mueva la alabanza, la gloria le estimule, y que llore cuando es vencido. A éste la emulación le servirá de fomento, la reprensión le hará mella, el honor le servirá de espuela, y nunca temeremos que dé en la pereza” (Libro I, capítulo 3).

En consonancia con lo sicho, unode los aspectos fundamentales de esta gran pedagogía implícita en la Institutio Oratoria es la insistencia en el amor al estudio que debe ser promovido con ductilidad e inteligencia  en el cultivo de la virtud y nunca a partir del uso del castigo y la violencia. Quintiliano insiste en acrecentar la sabia voluntad interior del niño. “El azotar a los discípulos, aunque está recibido por las costumbres, y Crisipo no lo desaprueba, de ninguna manera lo tengo por conveniente […]. En conclusión, si a un niño pequeñito se le castiga con azotes, ¿qué harás con un joven, a quien ni se le puede aterrar de este modo, y tiene que aprender cosas mayores?” (Libro I, capitulo IV)

El mejor entorno lingüístico es clave desde el primer día

En este sentido es interesante constatar como Quintiliano insiste en que no solo la madre en estos primeros años  ha de hablar un perfecto latín, con el mejor acento, la mejor gramática, sino que también las amas de cría, las ayas, todo aquel que rodea al niño deben hacerlo. “En ellas sin duda alguna debe cuidarse sobre todo de las buenas costumbres y de que hablen bien: pues ellas son las primeras a quienes oirán los niños, y cuyas palabras se esforzarán a expresar por la imitación” (Libro I, capítulo 2).

Y entre los primeros poemas que el niño es capaz de entender solo con tres años emerge la figura del pedagogo doméstico -probablemente un esclavo muy culto que forma parte del íntimo círculo familiar- encargado de cultivar su aprendizaje no solo lingüístico y literario sino también ético: obediencia, prudencia, templanza en el trato y las respuestas. El pedagogo le lee al niño, le recita a los grandes poetas y le corrige. Luego este pedagogo, a los siete años, acompañará al niño a la escuela sin entrar en ella y velará por su formación tanto cívica como moral hasta la adolescencia. Quintiliano insiste en que esta constante charla afinada entre el pedagogo y el niño es muy aleccionadora pues la palabra es la base de la retórica.

Han de pasar muchos siglos para que, como en la actualidad, se valoren lingüísticamente los primeros años de vida. Y ahí destacan el número de las palabras oídas y emitidas por los niños, el lenguaje al que están expuestos en su entorno. En un hogar rico en palabras se previene el word gap, la brecha léxica que es, la literatura no cesa de demostrarlo, un predictor del bajo rendimiento académico y, en definitiva, del fracaso escolar. Quintiliano ya conocía la trascendencia del mejor lenguaje desde el primer día para formar un buen orador.

 

 

 

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