Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Os deseo un voluntariamente feliz día de la madre

por Familia en construcción

Son las 7´30 de la mañana, una joven madre de familia está sentada en el baño (no es preciso entrar en más detalles...). Ha cerrado la puerta con pestillo para tener un momento de calma antes de empezar su ajetreado día. Pero la puerta tiene trampa: una rejilla traicionera en la parte de abajo, de esas que están orientadas hacia arriba para evitar las miradas desde fuera. Rejilla tras la que asoma la cabeza del mayor de sus hijos, apoyada en el suelo y elevando los ojos para poder ver lo que ocurre ahí dentro. Ella intenta ignorarle y concentrarse en su tarea con pésimo resultado... Cuando, finalmente, asume que le toca terminar, -independientemente de que necesitara más tiempo-, la inocente cabecita se gira hacia sus hermanos al grito de: "¡se está limpiando! ¡se está limpiando!", con la consiguiente algarabía que provoca.

Os pido disculpas por lo escatológico de la historia, pero se trata, probablemente, de una de las escenas más descriptivas que me han contado sobre la maternidad y su definitiva interdependencia madre-hijos. Y es que, el día que decidimos -o no- convertirnos en madres, nos convertimos en eso: personas que nunca más van a tener ni un minuto de sosiego real, auténtico y absoluto. Ni un minuto. Nunca. Jamás. Desde ese momento, no volverás a cocinar una tortilla sin tus hijos tratando de alcanzar los huevos para ´ayudarte´, ni volverás a dormir una noche entera sin estar pendiente de si uno se despierta con una pesadilla o tiene fiebre o no se encuentra bien. No volverás a ver una película sin subir y bajar ochenta y cinco veces el volumen para evitar despertarlos... Desde ese momento, tu vida sin tus hijos ya no tendrá sentido, y la suya estará continuamente definida por tu atención hacia ellos. Desde ese momento, no volverás a subirte a un avión sin pensar en todos los peligros que eso puede suponer, ni volverás a coger un coche sin vigilar no pasarte de la velocidad, mientras te vienen a la mente macabras imágenes de los anuncios de la DGT. Incluso si no estás con ellos, cuando veas pasar un tren te acordarás de tu hijo, que siempre los señala emocionado; cuando te cruces con un perro sentirás el impulso de avisarles para que lo vean, antes de caer en la cuenta de que no están a tu lado; si vas a una fiesta y sirven una tarta espectacular o el plato favorito de tu hija mayor, sentirás que no estén allí contigo para disfrutarlo, a pesar de haber soñado durante días con ese momento en que ibas a separarte de ellos durante unas horas. Desde el momento en que te enteras de que eres madre, tu vida estará íntima e inevitablemente conectada para siempre con la suya.

Por eso, aquí podría surgir una duda: ¿qué valor tiene algo que una madre realmente hace por obligación, porque no le queda otra? Podría parecer que el acto de la maternidad es un acto libre sólo (y ni siquiera siempre) en el momento en que se forma la vida humana. Pero no es así.

Es cierto que esa relación no se elige, que nadie te avisa de todas las connotaciones que va a tener, de los desvelos y sufrimientos que va a suponer, ni tampoco de la felicidad tan grande que vas a experimentar simplemente por el hecho de contemplar a tus hijos. La maternidad es algo tan sublime que nadie es capaz de imaginarlo o describirlo, solo puede conocerla de verdad quién la vive en primera persona. Por lo tanto, nadie sabe dónde se mete cuando espera un hijo.

Sin embargo, cada madre hace un acto diario de voluntad, libre, para querer y cuidar a sus hijos de la mejor manera posible. No lo hace obligada por nada más que por el profundo amor que siente hacia ellos. Aunque solo se dedique a sí misma diez minutos en todo el día; aunque para ella una ducha sin interrupciones sea equiparable a un día entero en el balneario; aunque solo consiga sentarse diez minutos en todo el día; aunque cuando llega el viernes, en vez de ponerse a ver una peli para desconectar, caiga rendida en la cama a las once de la noche; aunque la última vez que subió a un avión fuera en su viaje de novios; aunque tarde media hora en arrancar el coche porque cada vez que sale de casa tiene que atar cuatro cinturones y doblar un carrito, aunque su máximo momento de relax sea irse sola al supermercado a por pañales, aunque no tenga intimidad ni a las ocho de la mañana en el lavabo, aunque salir de casa en menos de una hora sea toda una hazaña que prácticamente no sucede nunca... todo ese cansancio, todas esas pequeñas limitaciones, valen la pena si se comparan con la felicidad indescriptible que experimenta una madre cuando oye a su pequeño, sonriendo, mirándole a los ojos y diciendo con toda sencillez y sin vacilar: "te quiero, mamá". 
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