El ateo teólogo
El mundo, ya lo saben ustedes, no se arregla alrededor de la mesa de un bar, con unas copas. Pero tengo comprobado que el alma, fíjense, quizá sí. Se me ocurre –porque uno escribe improvisando, como sin guión, digamos- que tendría que haber dicho “taberna” y así la cosa quedaría más chestertoniana. Bar o taberna o terraza modernita, que es el caso ahora, da un poco lo mismo, no nos pongamos exquisitos.
O sea, que en una terraza modernita nos hallábamos un par amigos y un servidor de ustedes, con un copas, claro, faltaría más. De los amigos, uno es ateo; y el otro, ferviente católico, ahora en proceso de prueba, de noche oscura: esa desaparición de toda certeza sobrenatural, esa sequedad espiritual que lleva a rezar sin mucha convicción, o a no rezar, y a suplicar, a veces con gemidos inexpresables, sin palabras.
-Tienes que perseverar, muchacho –le dije-. Porque ésta es la señal de que estás en el buen camino. Abandónate en manos de Dios, tan lejano para tí. Tómate la copa tranquilamente y no pienses en otra cosa. Disfruta el momento. Vive el momento y ya. No te fatigues ni le des vueltas a la cabeza.
-¡Ah, los creyentes! Tenéis mucha suerte –interrumpe mi amigo ateo-. Yo estoy como él todos los días. Supongo que quiero creer. Estoy seguro de que me gustaría creer, aunque sólo fuese por el consuelo que, si a él le falta ahora, sabe que otras veces ha tenido, ¿no? Lo ha tenido, sí. Pero yo no puedo creer en un Dios, dicen, hecho hombre y muerto por mí. Es demasiada bondad. Es imposible. ¿Quién va a querer morir por mí? Supongo que mi madre. Tal vez vosotros si estuviéramos en una guerra y no os entrase el acojono total. Pero morir por mí sin más, sin conocerme…
-Dios te conoce –replico.
-Peor me lo pones. Suponiendo que existe y que me conoce, ¿por qué iba a querer morir por un desgraciado como yo? Vosotros me conocéis, ¡qué cojones! ¿Morir por mí? Es un bonito cuento de hadas... No soy más miserable que cualquier pavo que anda por aquí, no voy a presumir de malote, no. Pero es una cantidad suficiente de basura la que acumulo. Y resulta que me dicen que este Jesús va y se deja matar por mí. Y además muere de esa manera brutal que se ve en la peli de Mel Gibson: toda esa crueldad, esa sangre,… ¿Por mí? No me lo creo. No puede ser.
-Pues es lo que hay –insisto.
-Pero, ¿no véis que es DEMASIADO bonito? No puede existir una cosa así. Vuestro Dios se ha pasado veinticinco pueblos y eso lo hace increíble. ¿Queréis otra copa?
-Bueno, aquí el amigo –señalo al creyente en modo noche oscura- la necesita.
-A mí todos los argumentos en contra de Dios me dan igual –prosigue el ateo-. De hecho, me da igual Dios. Opiniones y más opiniones. Pero este Jesús y su muerte es definitivo, os lo repito: no puede ser.
-Creo que Él te diría que no estás lejos del Reino de los Cielos.
-¿Por qué?
-Simplemente, porque no le crees. Pero no le desprecias. Es más: no le ignoras.
-No sé. No me lo creo, claro que no me lo creo…
-Dale una oportunidad.
-¿Cómo?
-Dale una oportunidad. Quéjate y que te diga algo. Lo hará.
-¡Jajajaja! Llevas tres whiskys, chaval. Y no me digas que “in vino, veritas”.
-Pues te lo digo. Pasa un pitillo que se me han terminado, anda.