Asqueroso caballero es Don Dinero
Jesús nunca fue tan radical: “No podéis servir a Dios y al dinero”, dijo. Y lo subrayó al poco tiempo con un acto de justa violencia, expulsando a latigazos a los mercaderes del templo. El dinero es un dios, Mammón, que se opone al Dios vivo, al Dios que es Amor. Es un dios de muerte que siempre, repito: siempre, exige un sacrificio de sangre en su altar.
Cuántas familias destruidas y consumidas en odios por una herencia. Cuántos hermanos peleados por unos pocos o muchos billetes de banco. Cuántos niños asesinados en los vientres maternos porque a un grupo de multinacionales farmacéuticas y a miles de médicos criminales les interesa el aborto como negocio. Cuántos hoteleros lucrándose con la depravación –sexo, drogas, alcohol- que ofrecen sin pudor a los adolescentes que viajan a Mallorca desde el norte de Europa. Cuántas mafias corrompen a menores para que maten a sus compañeros -y a quien sea- a cambio de una dosis de cualquier basura estupefaciente. Cuántos empresarios que pagan a sus empleados salarios de miseria solo por incrementar la cuenta de resultados de su compañía; los hay que, incluso, para mayor escarnio, dicen que rezan por ellos: no recéis, fariseos, pagad lo que es justo porque escatimar el salario al obrero es un pecado que clama al Cielo. Cuántos traficantes de armas -particulares, corporativos, estatales- se forran con el yihadismo y, de paso, limpian de cristianos el Oriente Próximo. Todo es un puñetero y asqueroso negocio que se ofrece a ese dios miserable que vuelve locos a casi todos los hombres.
A santa Bernadette le quemaba físicamente el dinero en sus bolsillos. Es un ejemplo que nos ha dado la Misericordia del buen Dios para que no pongamos en las riquezas nuestro corazón. Nunca. Jamás.
Me vendrán ahora, los oigo, algunos bienpensantes diciendo que Cristo no rechazó a los ricos y que en el santoral tenemos a reyes y a empresarios. Cierto. Todos somos hijos de Dios; y Nicodemo, Zaqueo o José de Arimatea eran ricos. Pero hay que ser muy santo, muy santo, para no caer en la tentación de convertir al dinero en nuestro dios. Hay que ser muy santo para no depositar en nuestros ahorros o en nuestra cuenta corriente la confianza que solo Dios merece. Por eso es tan difícil que un rico entre en el Reino de los Cielos.
Joseph Roth, judío converso, borracho y genial, nos brinda en la “Leyenda del Santo Bebedor” un ejemplo magnífico: el protagonista, un vagabundo tan borracho como el autor, tiene que devolver un dinero que ha recibido prestado a una iglesia dedicada a Santa Teresita de Lisieux. El vagabundo se esfuerza, con noble empeño, en cumplir su cometido, y cada vez que malgasta las monedas recibidas, obtiene milagrosamente otras tantas. Las pierde con mujeres o en el juego. Y vuelve a empezar: más por cumplir su palabra que por amor al vil metal –“soy un hombre de honor”, dice-. Entenderá, al fin, que Dios no quiere su dinero. Le quiere a él.
Los bienes de este mundo no son nuestros. Dios los deposita en nuestras manos y debemos administrarlos con el criterio del amor, de la caridad. Si alguno ve que su hermano pasa necesidad y no hace nada, ¿cómo puede decir que ama a Dios? Es un mentiroso y un falsario. San Juan lo expresa mejor que yo, pero no tengo ganas de repasar el Evangelio ahora. Ustedes ya lo conocen. Y ustedes y yo, además de leerlo, tenemos que vivirlo. De lo contrario seremos llamados por Cristo “agentes de iniquidad”, y nos apartará de Él.
Hay otro ídolo ligado al dinero: es el poder. También vuelve locos a los hombres orgullosos, porque fácilmente se sienten unos “elegidos”, unos “mesías”, y justifican de este modo –asqueroso también- cualquier tropelía.
Recen para no caer en tentación. De verdad, ganen su dinero honradamente… Pero, luego, huyan de él. Y si les sobreviene la ruina o la pobreza, abrácenla como una bendición del Señor. Laus Deo.