Había una vez un monje (5)
-Mire: el hombre se empeña en levantar ídolos y Dios tiene que destruirlos. No le estoy hablando de la sociedad o de la civilización, donde los ídolos campan a sus anchas y son muy evidentes, le estoy hablando de usted y de mí. Dios tiene que purificarnos tantas veces como sea necesario, porque de lo contrario caeremos –por lo general, sin ser muy conscientes de ello- en manos del demonio. Estas purificaciones son dolorosas y se repiten porque, una vez destruido un ídolo, levantamos otro casi inmediatamente. Puede que Dios le libre del
-Ya la admito, padre.
-No. No lo hace. Si fuera así, usted no convertiría su flaqueza en un problema: simplemente, la aceptaría en paz.
-Pero yo la reconozco…
-Digamos que la reconoce demasiado. No deja de hablar de ella, o sea, de usted mismo. Esto, permítame la crudeza, se llama orgullo. Se lo repito para que se le grabe en el alma: no convierta en problema su flaqueza y no hable tanto de usted mismo. No se extrañe tampoco de ella. ¿O se creía usted tan guapo? Sin duda, creo que pide perdón enseguida; y, si siente angustia, acéptela como purificación; a la larga, sabrá cómo esquivar, o cómo torear ese toro. Luego, cuando pueda, se confiesa en paz, sabiendo que es el mismo Jesús quien le espera en el confesionario –nosotros, los sacerdotes, procuramos no estorbar y transparentarle a Él-. ¡Y no le de más vueltas! No es usted tan importante –ni usted, ni yo, ni nadie-. Un pecado suyo no puede hacer temblar el universo.
-Soy un orgulloso, pues.
-Claro. Pero desdramatice eso también y relájese. “Señor, aquí está Paco”. Él le ama como es usted –tenga en cuenta que le conoce muy a fondo, muy a fondo-. Y viva del perdón y no de su buena figura. Además, hagamos lo que hagamos, Dios continúa siendo infinitamente feliz.
Caía la noche. El monje me acompañó hasta el coche y me bendijo.
-Vaya en paz. No pierda por nada –ni por el pecado- su capacidad de ser feliz. No se deje turbar por nada. Lo que ocurre es lo que toca, ya se lo he dicho, aunque ahora no entendamos a qué viene. Si piensa que repito una y otra vez las mismas cosas es por una razón muy sencilla: los hombres no escuchamos. La Iglesia repite, en la liturgia, siempre las mismas ideas desde hace dos mil años. Aprenda a vivir a la escucha, en silencio. Valore el silencio porque Dios habla bajito, como para no molestar. Vaya en paz y escríbame cuando le venga en gana. Considere, para el camino, que el sufrimiento es un tesoro que el buen Dios pone en sus manos y, créame, Él ya se lo está explicando al permitir esta crisis que padece. Medite en la Pasión de Nuestro Señor y viva con Él en Getsemaní. Ya hablaremos.
-Adios, padre.
-Recuerde: no anticipe nada. Que usted llegue hoy a su casa no depende de usted. Déjese llevar en brazos, como un niño, por el buen Dios. Eso es todo.
Conducir de noche es una experiencia de fe. Los faros del coche alumbran sólo una distancia corta. La luz necesaria para avanzar con una ilusión de seguridad. Más allá, por delante, por detrás y a los lados se cierne un mundo de tinieblas y de fantasmas. Pero Dios hace también fantasmas y el monje recomienda reírse de ellos. Aunque, añade, a veces pueden ser ánimas del Purgatorio y entonces no hay que reírse, sino rezar tres Avemarías para que se retiren pacificadas a cumplir una pena que hemos acortado con la oración. De esto podría hablarles con más extensión en otro momento y en otro lugar. Este es el lugar del monje y no queremos divagar, aunque sea de noche.