Había una vez un monje (4)
-La imaginación es terrible, padre.
-O muy buena. ¿Qué sería de las artes sin la imaginación? No dramatice. Es cierto que lo hace porque la depresión y la angustia cubren con un velo gris toda la realidad –la cubren para usted, naturalmente, porque la realidad es siempre luminosa-. Todo lo que nos sucede tiene, al menos, dos caras: una natural y otra sobrenatural. En el caso de la angustia y la depresión, hay un desequilibrio químico en el cerebro. Sustancias como la serotonina o la dopamina andan alborotadas, o escasas, y producen tristes efectos. Esta es la cara natural del asunto. Sin embargo, Dios utiliza estas causas segundas para sus planes de amor: un proceso de aflicción como el suyo es, indudablemente, una purificación en el plano espiritual. Sí, ya sé que no sabe usted cómo llevarlo bien, pero, como dijo el Cardenal De Lubac: “Siempre que padecemos de veras, padecemos mal.”
-¿Y qué hago?
-Acepte de palabra, acepte de Dios, todo lo malo que le ocurra. Dígale que Él ya sabe y que ve que usted lo dice de boquilla: que sólo dice que lo acepta sin aceptarlo de veras. Dígale que usted lo intenta, pero que sólo Él puede ponérselo en el corazón. Dios conoce mejor que nosotros mismos nuestra debilidad. De modo que procure relajarse –con pastillas, si es necesario- y rece. Pero no rece nerviosamente. Póngase ante Dios y deje que Él le mire por dentro, con todo lo que le sucede. Ni siquiera hable: muéstrele sus heridas. Esta forma de rezar es como tomar el sol, dejándose broncear gradualmente por Él.
-Es… ¿Es el sol del Amor?
-Veo que va comprendiendo. Acompáñeme, le descubriré una capilla preciosa.
Y el monje me miró con una ternura infinita. Brilló en sus ojos la urgencia de ayudarme, pero, creo, dejó que Dios marcara los tiempos.