Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Curas inmaduros y fieles menores de edad

por Una iglesia provocativa

Si  tuviéramos que medir la temperatura de una comunidad cristiana cualquiera lo lógico sería fijarnos en sus pastores y en el rebaño que apacientan en vez de en sus números, por aquello de que somos piedras vivas que conforman el edificio de la Iglesia.

A mí que no me cuenten de estadísticas de gente que llena la parroquia los domingos, horas de confesionario o de adoración, kilos entregados en Cáritas o cantidad de niños bautizados y adolescentes confirmados. Eso son frutos e indicadores válidos, pero también pueden ser sucedáneos de fruto que se den por la razón equivocada o por el motivo incorrecto.

Está claro que la Iglesia no es de fácil estadística pues sólo Dios conoce los corazones.

Pero si a las cifras nos atuviéramos podríamos contentarnos con tener la parroquia llena los domingos, y una cantidad ingente de trabajo pastoral/administrativo/asistencial durante los días de la semana. De hecho la mayoría de los sacerdotes que conozco son gente muy ocupada, y qué decir de ese grupo de inasequibles al desaliento que los acompañan emprendiendo cuanto hace falta emprender en la parroquia.

Trabajo no falta, eso está claro, pero la pregunta adecuada es si este trabajo se hace en la dirección acertada, la que nos pide el Señor y la que reclama la Iglesia en estos tiempos.

Entonces ya no hablamos de estadísticas, sino de temperatura cristiana, la cual es algo que se palpa inmediatamente cuando uno llega a una comunidad cristiana que no se encuentra en estado catatónico, el cual se hace evidente sólo con pisar en tantas parroquias que sólo nominal y teológicamente son comunidades cristianas.

Pero como eso de la temperatura cristiana puede ser algo etéreo, si queremos hacernos una radiografía de una comunidad tendremos que fijarnos en sus piedras vivas y paradójicamente encontrarnos con que parroquias consideradas de éxito están atrapadas en un ritornello que ya no es vida, y que parroquias más humildes y menos llamativas tienen los rasgos que una comunidad cristiana ha de tener.

Escuchando una homilía dominical al uso de las que se oye en cualquiera de nuestras parroquias, no puedo evitar pensar que si el pastor habla a los fieles como a niños tras tropecientos años de parroquia, ni éstos han crecido, ni él ha tenido la oportunidad de madurar al ritmo de la parroquia.

En otras palabras, cuántas veces nos encontramos pastores inmaduros en comunidades de fieles infantilizados espiritualmente.

Para mí la primera señal de madurez de un líder de una comunidad es que éste haya hecho de ella un lugar en el que pueda crecer él mismo. Vale que no se va a hacer acompañar de sus ovejas, y que tendrá que reponerse de vez en cuando en algún lugar diferente de aquel donde trabaja. Pero qué hermoso y completo es ver comunidades donde el pastor reza con sus fieles, en vez de para sus fieles. Me recuerda a aquello de San Agustín: “soy obispo para vosotros y cristiano con vosotros” ¿Cuántos sacerdotes podrían decir que están siendo cristianos con el rebaño que cuidan?

Un pastor que sólo enseña, sólo dirige, sólo oficia…trabaja para asistir a unos niños a los que nunca les permite crecer, y eso repercute en él mismo, en su madurez y crecimiento personal. Porque no lo olvidemos, el sacerdote lo es para la comunidad, no la comunidad para el sacerdote. Si la comunidad no crece, por fuerza su cabeza no puede desarrollarse.

Por más que se alimente fuera, se cultive, se santifique…hay algo que sólo puede suceder si les sucede a todos los de la comunidad a la vez. Vamos que lo de nos salvamos en racimo que decía un padre  de la Iglesia, también vale para el tema de madurar: maduramos en racimo, no podemos hacerlo solos.

Si somos sinceros observamos que la mayoría de las parroquias de hoy en día están llenas de personas a quienes queremos alimentar, cuidar y apacentar con un meritorio celo pastoral.
Pero viendo la
realidad estanca de tantas de ellas, me pregunto si sin quererlo no  se habrán convertido en criaderos de niños inmaduros en la fe, infantes eternos que no saben hacer nada porque han tenido unos padres sobreprotectores que no les han permitido madurar.

Gente que viene a la Iglesia a alimentarse, a limpiarse, a mantenerse…pero que no atraen a otros, que no transmiten la fe ni a sus hijos, que la disimulan en sus trabajos, que creen que la evangelización es exclusivamente para los liberados o los consagrados, que contemporizan con los valores de sociedad actual.

Gente que se viste igual, actúa igual, ve la misma televisión y a lo mejor de palabra no piensa igual, pero cuyo fruto no es contagioso sino que a lo mucho sirve para salvarse junto a los suyos, sin que les duela lo suficiente la deriva de un mundo sin Dios.

Gente que no tiene la culpa de actuar así porque es lo que les han enseñado a esperar de la Iglesia; niños espirituales en vez de guerreros de Dios que sólo admiten leche espiritual: cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño “ (1 Cor 13,11)

 

Y lo peor es cuando nos fascinamos con esta gente porque reza, se forma, acuden en tropel a la última aparición inaprobada, y parece que llena las iglesias a diario…pero eso no cambia la vida de sus vecinos, de su barrio o de su ciudad porque su cristianismo no alcanza a ver más lejos de las cuatro paredes de su devoción y de la leche que les dan.

 

No todo es negativo, si miramos nuestras comunidades de hoy en día podemos ver en ellas un resto que ha permanecido fiel en medio de una deriva social y religiosa, es cierto. Pero también podemos ver el reflejo de una manera de hacer pastoral en la que obviamente no se ha crecido hacia ninguna parte sino que se ha trabajado para mantener lo que había.

Y el fruto está ahí, para quien quiera verlo...

 

Y no nos equivoquemos, el diagnóstico empieza por los pastores, y sólo luego sigue por el rebaño.

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