Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Dios, ¿la aguja en el pajar?

por Consideraciones sin importancia

 

Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca; porque no puedo ir en tu busca a menos que tú me enseñes, y no puedo encontrarte si tú no te manifiestas. Deseando te buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y hallándote te amaré (San Anselmo)

Alguien escribió en cierta ocasión que la fe es lo más parecido a buscar un gato negro en una habitación oscura, o dicho con el conocido refrán: ‘Es una aguja en un pajar’. Es decir, podemos tener una cierta certeza, intuición, algo que nos dice que hay un Dios, pero ni se relaciona con nosotros, ni nosotros podemos tener una relación con Él. Se pasa entonces a una religión impersonal, en la que cada uno puede crear sus propias reglas, tradiciones, oraciones… hasta concebir una religión en la que ni siquiera Dios es necesario.

Evidentemente, todo esto es muy distinto al cristianismo, porque los cristianos podemos decir que hemos conocido a Dios, porque Dios tiene un rostro humano, es el rostro de Cristo. Es más, gracias a esto podemos tener la seguridad de que Dios no nos abandona, porque ha sido Él quien ha venido a nuestro encuentro. Podemos tener una relación personal con Dios, una relación de Tu a tu, precisamente porque se ha hecho uno de nosotros.

En la humanidad glorificada de Cristo, en el Señor resucitado, descubrimos al hombre perfecto, divinizado, llamado a la gloria. ¿Qué significa sino que Cristo es ‘Camino, Verdad y Vida’? La humanidad de Cristo es el camino que nos conduce al Padre. Nos muestra la verdad de nuestra vocación, llamados a ser en plenitud hijos en el Hijo. Y podemos vivir una vida nueva que, aquí y ahora, sólo podemos tocar, pero que será plena cuando resucitemos. Y, todo esto, porque Cristo ha muerto y ha resucitado. En el Resucitado tenemos la respuesta a todas las preguntas; el cumplimiento de todas las promesas; la posibilidad de vida eterna…

En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.

El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre.[1]


[1] Gaudium et spes, 22

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