Había una vez un monje (3)
-Mi fe es escasísima, padre.
-Quizá sea cierto, pero recuerde que con una fe como un granito de mostaza se pueden hacer grandes cosas. También yo experimenté alguna vez esa escasez, pero se pasa. Además, seguramente Dios no quiere que sintamos una fe grande, eufórica y vibrante, porque resultaríamos tan autosuficientes… Usted se fía de Dios, créame, y esa cuestión de los temores va por otro canal: el de la pirotecnia psíquica. Por otra parte, claro, todo es purificación. Recuerde que nada nos ocurre que no sea programado por Dios como un traje a medida. Y no le de vueltas –un viejo truco del demonio-, ni piense que usted enemista sus protestas, sus artimañas y sus seguridades con confiar sólo en Dios. Una de las maneras por medio de las cuales Dios nos conduce son las causas segundas –médicos, fármacos, libros, artículos, un amigo,…- y es bueno darle siempre gracias por anticipado, ni que sea de boquilla, incluso si no se lo llega a creer realmente; dígale con la confianza de un niño perdido: “Sólo Tú puedes ponérmelo en el corazón”.
El monje, porque es sábado, se ha ido a barrer. Vuelve con una escoba grande y empieza con calma y con cuidado por un extremo del claustro. Es un trabajo humilde y un poco, sólo un poco, sacrificado. Barrer no es remar en galeras o picar en la mina. Desde luego tampoco es un trabajo heroico. Es un trabajo ordinario que hay que repetir cada día. Tampoco ayuda a los demás en el mismo sentido en que ayuda a los demás cuidar enfermos o dar de comer a los pobres. Nadie puede sentir orgullo o vanidad porque barre con una escoba. El monje, que es doctor en historia, barre en paz y yo le observo, sentado al lado de una columna románica. No sé si a muchos doctores en historia se les caerían los anillos por hacer un trabajo humilde y tan poco vistoso. Pero no hay trabajos más o menos importantes. Tal y como lo hace el monje parece decir que todos los trabajos son igual de importantes y uno tiene que estar en ellos con toda su alma. Dios está entre los pucheros y entre las tesis doctorales, y, normalmente, nosotros estamos en un futuro incierto y amenazador. O en quiméricas ensoñaciones de grandeza, muy lejos de la humilde escoba.
-No anticipe lo peor –el monje ha regresado y tengo para mí que ha adivinado lo que pasaba por mi cabeza una hora antes; algunos monjes saben muy bien dónde estás y en qué piensas: se lo avisa el ángel custodio-. No anticipe lo peor porque nunca le ha ocurrido lo peor. Es sencillo. Los acontecimientos levantan polvaredas aparatosas. Espere usted a que el polvo desaparezca y verá que se trata de un solo caballo, no de un escuadrón completo de jinetes. Un ejercicio, a veces dificilísimo, es decirse: “Eso no va a ocurrir”. Imponérselo, en la medida de lo posible, es aún más difícil, pero se lo recomiendo vivamente. Si además puede usted hacerle una mueca graciosa a eso que teme y que cree que ve acercarse, hágalo.
-No tengo fuerzas, padre.
-Bueno, por lo menos con palabras, dígase: “No podrán conmigo, no podrán conmigo”. Aunque esto no le cambie el estado anímico, hace efecto subterráneamente. La ansiedad o el miedo acéptelos con la boca, porque todo aquello que se expresa físicamente es seguro y mucho más voluntario que lo que hacemos en nuestro turbado interior cuando van mal dadas. Lo decía santa Teresa: “La imaginación es la loca de la casa.”
-La mía está muy loca.
-La de todos, no se crea tan especial –sonrió el monje como un padre paciente-. ¿Usted se arrodilla cuando reza?
-A veces, sí.
-Hágalo siempre que pueda. Su mente o su imaginación volarán hacia mundos fantasmagóricos pero, en la realidad, su cuerpo, que es usted mismo en lo que tiene de más real, estará orando. No olvide que nuestros cuerpos resucitarán. Tienen un valor sagrado.