Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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A Juan XXIII en el día de su muerte

por Lolo, periodista santo

Oración de urgencia a uno de los nuestros

A Juan XXIII en el día de su muerte

Manuel Lozano Garrido
Sinaí -Grupos de oración por la prensa-, nº 24. Junio 1963

Santo Padre Juan:

A las ocho y media de la noche del lunes de Pentecostés, apenas media hora después de tu muerte, me he puesto a escribir porque he sentido un fuerte tirón de las rodillas y ese batir de alas en los labios, las muñecas y las entrañas que se llama oración. El cielo entoldado y la inminencia de tu partida nos ha metido a todos en los pisos y todavía hablamos con esa sordina que le abre hueco al oído pare enriquecerse con los detalles que dan los transistores y los aparatos de televisión.

Ahora que el sudor frío ha estampillado tu santidad para siempre y ya no hay kilómetros entre tu corazón y el nuestro, estreno con alegría ese nuevo modo de hablarte de rodillas que ya me ha de servir para siempre.

Fíjate: todavía hace unas horas navegaban por el cielo los resplandores y los estampidos atronaban la tierra en ese eco de Pentecostés que es una tormenta de Primavera. Desde que el sufrimiento te reclinó, la cabeza entre almohadas, el mundo cerró con ansia las puertas para vivir esa llegada de Paráclito que ha tenido a tu enfermedad como Cenáculo. Ningún día como ayer hemos vivido los hombres de nuestro tiempo tanta transverberación de luces y de fuego, tanta llama de amor sobre las frentes. Si tu lengua ha repartido durante cuatro años y medio el pan y los peces de una verdad que se hace arco iris de idiomas, la emoción nos sobrecoge en esa gracia políglota de tu caridad y de tu santidad que apea fronteras y paso a niveles de almas, con rabinos, anglicanos, bonzos, mahometanos y hasta ateos, estremecidos por tu dardo de caridad.

iQué buena palabra tuya la que, sin apenas hablar, has dicho sobre las sábanas con la aceptación, el espíritu de amor, el aire de esperanza, la expresión de generosidad, todo ese clima que es la ofrenda del sufrimiento por amor a Dios y a las criaturas!. Todavía hace media hora, el mundo todo, sin excepción, era un corro de lenguas de fuego, contigo en medio y la Virgen al lado, acarreada por el "Magníficat" y el "Regina Coeli" de tus labios.

Mira, Santo Padre Juan, yo tengo prisa por decirte que soy un enfermo antiguo, algo así como un doliente de escalafón. Pentecostés es para nosotros como el día de nuestro santo, una fiesta que se ha hecho para venir hasta el corazón como una antorcha y encenderlo de Gracia. Bueno, pues como ayer, nunca el dolor se ha hecho tanto milagro en mí. Nosotros, ya teníamos bastante con el mimo que tú has puesto por todos los que sufren. Sabías que alguien estaba grave y hala, te tirabas a la calle y allá estabas a la cabecera para bendecirle y tocarle con la mano la frente o las mejillas.

Por esto solo, nuestra gratitud era infinita. Teníamos, además, tu palabra. Pero el Espíritu te contagió en lo manirroto de las entrañas y te nos has hecho como uno más de los nuestros. Y ¡cómo lo has hecho, con qué garbo y con qué sabiduría! No parece sino que has estado toda tu vida sobre un carrito de ruedas, en un quirófano o en la galería de un sanatorio, cuando en realidad eras un roble. En la carrera de relevos que Cristo empezó en la Cruz, tú, Juan, el viejo, pero intrépido y vigoroso, atleta, has tornado el testigo, corriste tu tramo y nos lo das para que sigamos el ritmo de tu galopada. Si, como se ha dicho, tu enfermedad ha sido una misión universal, nosotros meditamos tu cátedra del buen sufrir, ese tu vivir por amor el sufrimiento como en un éxtasis, amasando lugares del cielo con la cal de la fiebre, el tumor, las hemorragias y tantas gotas de sufrimiento corporal.

Los hombres tenemos que decirte que nunca sabremos como agradecerte que hayas tirado de la Cruz hasta meterla en el eje de Pentecostés. Aunque nos lo vistas de Viernes Santo y haya que suspender las corridas y los partidos de fútbol, tú no eres un aguafiestas, sino que has empurpurado la Cruz de luces de alegría. Lo bueno que tú dices en esta fecha es que ahí está la Cruz, pero también el Espíritu Santo, hecho catarata dulce y sabia de amor y metiendo en cada lágrima un farolillo de gloria, el dolor, así, campana de redención, arrebato de gloria, arco de cielo, autobús de esperanza.

Mira, nuestro hermano, nuestro glorioso padre y hermano ¿para qué negarte, si las ves, unas lágrimas que tuve sobre las mejillas? Aquí están; nos las rezuma una herida humana inevitable, pero que sepas que, porque lo han aprendido de ti, también ruedan al aire de un ritmo de "Te Deum". Mi alegría y nuestra alegría viene de unas palabras que todavía leía esta mañana y que parecen compuestas para tí: "Dulce es tu fin y bienaventurado: te vas con incienso y luces en las manos, tu agonía es una glorificación. Ya te inunda de luz Aquel por quien tú entras en la oscuridad"

sos y todavía hablamos con esa sordina que le abre hueco al oído pare enriquecerse con los detalles que dan los transistores y los aparatos de televisión.

Ahora que el sudor frío ha estampillado tu santidad para siempre y ya no hay kilómetros entre tu corazón y el nuestro, estreno con alegría ese nuevo modo de hablarte de rodillas que ya me ha de servir para siempre.

Fíjate: todavía hace unas horas navegaban por el cielo los resplandores y los estampidos atronaban la tierra en ese eco de Pentecostés que es una tormenta de Primavera. Desde que el sufrimiento te reclinó, la cabeza entre almohadas, el mundo cerró con ansia las puertas para vivir esa llegada de Paráclito que ha tenido a tu enfermedad como Cenáculo. Ningún día como ayer hemos vivido los hombres de nuestro tiempo tanta transverberación de luces y de fuego, tanta llama de amor sobre las frentes. Si tu lengua ha repartido durante cuatro años y medio el pan y los peces de una verdad que se hace arco iris de idiomas, la emoción nos sobrecoge en esa gracia políglota de tu caridad y de tu santidad que apea fronteras y paso a niveles de almas, con rabinos, anglicanos, bonzos, mahometanos y hasta ateos, estremecidos por tu dardo de caridad.

iQué buena palabra tuya la que, sin apenas hablar, has dicho sobre las sábanas con la aceptación, el espíritu de amor, el aire de esperanza, la expresión de generosidad, todo ese clima que es la ofrenda del sufrimiento por amor a Dios y a las criaturas!. Todavía hace media hora, el mundo todo, sin excepción, era un corro de lenguas de fuego, contigo en medio y la Virgen al lado, acarreada por el "Magníficat" y el "Regina Coeli" de tus labios.

Mira, Santo Padre Juan, yo tengo prisa por decirte que soy un enfermo antiguo, algo así como un doliente de escalafón. Pentecostés es para nosotros como el día de nuestro santo, una fiesta que se ha hecho para venir hasta el corazón como una antorcha y encenderlo de Gracia. Bueno, pues como ayer, nunca el dolor se ha hecho tanto milagro en mí. Nosotros, ya teníamos bastante con el mimo que tú has puesto por todos los que sufren. Sabías que alguien estaba grave y hala, te tirabas a la calle y allá estabas a la cabecera para bendecirle y tocarle con la mano la frente o las mejillas.

Por esto solo, nuestra gratitud era infinita. Teníamos, además, tu palabra. Pero el Espíritu te contagió en lo manirroto de las entrañas y te nos has hecho como uno más de los nuestros. Y ¡cómo lo has hecho, con qué garbo y con qué sabiduría! No parece sino que has estado toda tu vida sobre un carrito de ruedas, en un quirófano o en la galería de un sanatorio, cuando en realidad eras un roble. En la carrera de relevos que Cristo empezó en la Cruz, tú, Juan, el viejo, pero intrépido y vigoroso, atleta, has tornado el testigo, corriste tu tramo y nos lo das para que sigamos el ritmo de tu galopada. Si, como se ha dicho, tu enfermedad ha sido una misión universal, nosotros meditamos tu cátedra del buen sufrir, ese tu vivir por amor el sufrimiento como en un éxtasis, amasando lugares del cielo con la cal de la fiebre, el tumor, las hemorragias y tantas gotas de sufrimiento corporal.

Los hombres tenemos que decirte que nunca sabremos como agradecerte que hayas tirado de la Cruz hasta meterla en el eje de Pentecostés. Aunque nos lo vistas de Viernes Santo y haya que suspender las corridas y los partidos de fútbol, tú no eres un aguafiestas, sino que has empurpurado la Cruz de luces de alegría. Lo bueno que tú dices en esta fecha es que ahí está la Cruz, pero también el Espíritu Santo, hecho catarata dulce y sabia de amor y metiendo en cada lágrima un farolillo de gloria, el dolor, así, campana de redención, arrebato de gloria, arco de cielo, autobús de esperanza.

Mira, nuestro hermano, nuestro glorioso padre y hermano ¿para qué negarte, si las ves, unas lágrimas que tuve sobre las mejillas? Aquí están; nos las rezuma una herida humana inevitable, pero que sepas que, porque lo han aprendido de ti, también ruedan al aire de un ritmo de "Te Deum". Mi alegría y nuestra alegría viene de unas palabras que todavía leía esta mañana y que parecen compuestas para tí: "Dulce es tu fin y bienaventurado: te vas con incienso y luces en las manos, tu agonía es una glorificación. Ya te inunda de luz Aquel por quien tú entras en la oscuridad"

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