Había una vez un monje (1)
Estos son unos textos novelados. Narran mis conversaciones con el monje Agustín Altisent, cisterciense, del Monasterio de Poblet. Ya falleció. Era un hombre muy culto, historiador. Publicó artículos en varios diarios durante décadas. También recojo parte de la correspondencia que mantuvimos. De todo ello hace ya más de veinte años. Mi única intención es que ayuden a quien los lea tanto como él me ayudó a mí en aquel tiempo, cuando atravesaba una profunda crisis personal y espiritual.
Me llamo Francisco y vengo del desierto.
No sé muy bien quién soy porque cuando uno está deprimido no sabe quién es. En realidad, nunca sabemos muy bien quiénes somos. Nos vamos descubriendo poco a poco con el pasar de los años. Pero en la tierra nunca terminamos de conocernos. Es mejor así. “Perdona señor mi pecado oculto”, dice la Biblia. Si nos conociéramos bien, moriríamos de vergüenza y por eso Dios no lo permite. Dios se revela despacio, con mucho cuidado y con mucha ternura. Lo hace para que la vergüenza no nos aleje de su infinita bondad. Por eso tampoco deja que nos conozcamos demasiado: nos daría vértigo asomarnos al pozo de nuestra pobre alma.
El desierto es un sitio habitado por el silencio. El desierto no se acaba nunca. La depresión tampoco se acaba nunca para el deprimido. Y esto es precisamente lo que la convierte en un fantasma terrible.
En el desierto también habitan los demonios. Dios deja allí a algunos, tal vez a los más feroces, para que no hagan daño a la gente. Sólo si vas al desierto te los encuentras. Jesús encontró a uno. Un demonio importante, según cuentan. Un demonio que esperó a que sintiese hambre para tentarle. Si tienes hambre, eres una presa fácil para el demonio. Todos los hombres tienen hambre. Entonces el demonio les ofrece alimentos que no sacian el hambre y caen en sus manos. (Las manos son peores que las garras. Las manos pueden hacer más daño que las garras. Sólo los hombres y algunos demonios tienen manos. Sin embargo, lo más dañino del universo es la lengua. Esto lo saben todos los hombres y todos los demonios, sin excepción).
Estar deprimido se parece mucho a estar en el desierto. La voz del demonio repite muchas veces: “¿Lo ves? No hay nada. Nunca habrá nada.” Entonces uno piensa que el demonio tiene razón. “Peor que nada: sólo hay tinieblas”. Sí, el demonio tiene razón. “Nunca saldrás de la tiniebla. Abandona la esperanza.” Son frases literarias. El demonio es un buen escritor. Yo no lo soy.
Me llamo Francisco. No sé lo que soy. Y he llegado al monasterio. He preguntado por el monje. Paseo por el claustro. Los monasterios y los claustros son lugares desiertos habitados por el silencio. También hay demonios en los monasterios y en los claustros, pero se esconden detrás de las columnas y de los cipreses. Al parecer los monjes no les hacen mucho caso y por eso se esconden. Esto irrita mucho a los demonios porque son vanidosos y les gusta mostrarse, aunque sea peligroso para ellos. Tienen miedo de la Cruz y del agua bendita. Conmigo se atreven porque estoy deprimido y vengo del desierto. En realidad, llevo el desierto conmigo y tengo mucha sed. Es normal tener mucha sed en el desierto.
Estaba pensando todas estas cosas cuando he visto al monje. Es un señor serio, alto y un poco arrugado. Sonríe de una forma que recuerda a algunas nubes del atardecer. Cuando el sol está a punto de ocultarse a veces sonríe y nos hace un guiño; es un guiño tan rápido que apenas podemos ver porque vienen esas nubes alargadas y violetas –un poco anaranjadas- como la sonrisa del monje.
Conocí al monje porque escribía artículos en un diario. Eran unos escritos que me llenaban de paz y de trocitos de alegría. Como estoy deprimido le escribí una carta. Al cabo de unos días me contestó diciendo que fuese a verle. Antes, como ya he dicho, pasé por el desierto.
El monje me miró. Yo le miré.
-Viene usted del desierto.
-Sí, señor.
-Es la primera vez –el monje lo afirmaba, aunque también podía ser que lo preguntase.
-Sí, señor.
-No le de importancia. Es sólo el desierto. Tome asiento. ¿Le gusta el claustro?
-Creo que sí. No lo sé, realmente.
-Tampoco le de importancia. Recibí su llamada de auxilio y aquí me tiene.
-Muchas gracias. ¿Puedo preguntarle cosas? –le pregunté.
-Claro, pregunte usted todo lo que quiera. Sólo podré contestarle lo que Dios y mi experiencia personal me den a entender. “No llaméis a nadie maestro”, dijo el Señor. ¿Lo recuerda?
-Sí, padre. ¿Puedo llamarle “padre”?
-Puede. Soy sacerdote y puede usted llamarme “padre”. Aunque el Señor también dijo: “No llaméis a nadie padre, porque sólo uno es vuestro Padre del Cielo.” Jesús, a veces, es muy radical. Sin embargo, sus palabras fueron esas. No conviene hurgar demasiado en el Misterio.