Sobre la "imposición social" de la moral cristiana
Uno escribe exagerando. Algunos han calificado mi estilo como de “estridentes boutades”. No les quito razón alguna. Es así con toda la intención: tengo interés en la provocación para generar polémica e incrementar la audiencia. Es legítimo en tanto en cuanto evite la mentira. Y puedo garantizarles que exagero, pero no miento. También es cierto que mis textos esconden claves que no explico abiertamente, pero que cualquier lector con un mínimo de cultura general y un poco de perspicacia captará con facilidad. Incluso el tono de humor soterrado que las camufla. Y ya no cuento más secretos de cocina porque defraudaré al lector inteligente y al lector de izquierdas que sólo piensa en consignas políticas le importa un comino: no le interesa la verdad.
En este caso, sin embargo, evitaré cualquier salida de tono, digamos, comercial. No tanto porque el asunto a tratar sea más o menos serio que otros, sino porque quiero huir de aproximaciones cercanas a la vorágine de la actualidad, siempre cambiante y siempre caprichosa.
Empecemos, pues, afirmando que no existe tal cosa que pueda denominarse “la moral cristiana”. Puede sorprenderles tanto como afirmar que no existe algo que pueda denominarse una “religión cristiana”. No se impacienten. Vayamos por partes.
Estaremos de acuerdo en que existe el mal en el mundo. Estaremos de acuerdo en que existe el bien. Hay actitudes y comportamientos malos y buenos. Robar y matar son manifestaciones del mal. Ayudar económicamente a un pobre, además de un deber de justicia, es una manifestación del bien. Sonreír es bueno. Insultar es malo. Estaremos, en consecuencia, de acuerdo en que el ser humano posee un conocimiento natural de lo que está bien y de lo que está mal. Ustedes saben que hay escuelas filosóficas que, desde la antigüedad clásica hasta Locke y, sobre todo, después, han negado la existencia de este conocimiento. Es su problema. El hombre de la calle normalmente sabe lo que está bien y lo que está mal.
Esta frontera entre el bien y el mal ha permanecido definida con evidente claridad durante muchos siglos para el hombre de la calle. Podríamos definir a la moral como el semáforo que regula el tráfico que pasa por esa frontera. El problema, hoy, radica en que los postulados de aquellas escuelas filosóficas del siglo XVIII han llegado al hombre de la calle mediado el siglo XX. Estos postulados han puesto mucho empeño en diluir, o disolver, esa línea fronteriza. Podemos verlo en las artes y en la publicidad: ésta última mejora exponencialmente y se convierte en arte y éste decae hasta prácticamente su destrucción. Podemos verlo en la arquitectura: las fábricas, los edificios de oficinas y los de viviendas apenas se distinguen unos de otros; una casa de campo moderna y un búnker alemán son extraordinariamente parecidos. Y todos ellos son tan parecidos al edificio de una prisión que sentimos una aterradora sensación de vértigo. Lo profetizó Chesterton en 1917. El hombre ya no distingue el hogar del lugar de trabajo. Trabaja en casa y en la oficina, encadenado por dispositivos que le hacen “estar conectado” –lean esclavizado- 24 horas al día, 365 días al año. Las días festivos pierden su sentido ritual, sea el que fuere, para convertirse en días de actividad consumista. Trabajar y consumir es el paraíso soñado por cualquier usurero. La usura, un mal, se convierte en un supuesto bien al bautizarse como “capitalismo”. La usura es un robo. Robar es malo. Pero si el robo lo comete un banco se llama, no sé, ¿ingeniería financiera?, ¿fondo flexible plus?, ¿depósito remunerado con vajillas? Ya saben ustedes a qué me refiero. Dominado el diccionario, cambiado el sentido del término, disuelta la frontera, el mal pasa a convertirse en bien.
Este mecanismo se ha puesto en práctica de forma masiva en Occidente desde finales del siglo XIX, y, a velocidad vertiginosa en todo el planeta, desde el final de la oscura II Guerra Mundial. Chesterton lo vió en el inicio de la primera conflagración planetaria.
Se trata, en resumen, de la disolución de la frontera entre el bien y el mal en toda actividad humana. Disuelta esta línea, borrada, queda a merced del más poderoso el establecimiento y control según su propio capricho del semáforo de la moral. Porque el semáforo debe existir para controlar el tráfico. O lo que es lo mismo: debe seguir existiendo para controlar a la población. Que el semáforo no tenga luz roja, o presente tres luces verdes, o dos de color naranja, es muy importante para el dueño del semáforo. Estará indicando él aquello que está bien y aquello que está mal. Será lo que los cristianos, los judíos y los musulmanes llaman Dios, cada uno en sus idiomas respectivos. Ser Dios, he ahí la cuestión. No entremos en si Dios existe, consideremos sólo los atributos que le confiere el ser humano. Ser Dios quiere decir, por encima de todo, decidir qué es bueno y qué es malo. El dueño del semáforo, ya se ha dicho, pretende exactamente eso. Y lo pretende, en el fondo, por una cuestión económica –aquí le doy absolutamente la razón a Karl Marx-. Robar es siempre más rentable que no robar.
¿Por qué, entonces, si no existe ese conocimiento innato del bien y del mal, el dueño del semáforo de la moral pretende a toda costa disfrazar el mal de bien? Se diría que teme ser acusado de actuar mal. Es bastante probable que si a usted un individuo cualquiera le exige los intereses que cobran los bancos –por seguir con el ejemplo- su primera reacción sería llamarle ladrón, porque lo es. En cambio, el banco intenta por todos los medios que nadie califique algunas de sus actividades como latrocinios. De igual modo, el estado moderno disfraza con la forma de impuestos el expolio que significa que se lleve entre un tercio y la mitad de lo que gana un hombre de la calle. Lo hace, como las mafias, para protegerlo, claro. (Había prometido que no iba a exagerar. Apelo a su generosidad y benevolencia).
En un mundo donde no hubiese un conocimiento natural o inmanente del bien y del mal no habría necesidad alguna de camuflar los manejos del mal porque nadie sabría distinguirlos del bien. En otras palabras: nadie debería sentirse culpable por actuar de una manera o de otra. Sin embargo, la realidad es muy distinta. Pero la realidad apenas afecta a los filósofos de la sospecha y a los ideólogos: no les vaya a estropear la originalidad, a veces criminal, de algún postulado intelectual.
Estando de acuerdo en que hay bien y mal lo importante es controlar las normas morales, el famoso semáforo. Sobre todo para convertir lo malo en bueno, en aceptable por el hombre de la calle. Aceptable para que ni quienes controlan el semáforo de la moral, ni el hombre de la calle se sientan culpables. Sin embargo, ¿quién les culpabiliza? ¿Su conciencia? Últimamente la han diluido también y la llaman química cerebral. ¿Dios? Hemos quedado en que no existe, es un ser imaginario. ¿Por qué no hacen simplemente lo que quieren? En el Occidente postmoderno cualquiera puede abortar, convivir con su pareja homosexual o practicar el nudismo sin ningún problema. Puede manifestarlo todo abierta y libremente en el mismo sentido en que yo puedo manifestar que me gusta el color azul y el té de Ceylán y a mi amigo Manuel le gusta el café y el color verde. En cambio, esto que es así de sencillo para el hombre de la calle, no lo es para quien controla el semáforo. Quiere imponer el gusto por el té de Ceylán, por el nudismo y por el color verde, pongamos por caso. Y pretende calificar de intolerantes a los que gustan del café, el color azul y las parejas heterosexuales. En este punto, escucho las quejas de algunos lectores: eso es lo que ha hecho la moral cristiana, imponerse y culpabilizarnos.
Pues bien, aquí es cuando vuelvo a repetir que no existe tal moral cristiana ni tal religión cristiana. El cristianismo, así bautizado porque sus seguidores siguen a Cristo y se llaman cristianos –palabra que se pronunció por primera vez en Antioquía de Siria-, no es una religión. El cristianismo, ya lo he dicho, es una persona, ese Cristo a quien seguimos los cristianos. Dejemos para la fe el hecho de que fuese Dios. Si no lo era, poseía ciertamente un conocimiento muy profundo del alma humana, de la mente humana, si no creen en el alma. Y, básicamente, lo que hizo fueron dos cosas: recordarnos lo que está bien y lo que está mal, y poner en marcha lo que de verdad mueve al ser humano, que es el amor. Para demostrarlo se dice que murió asesinado, siendo inocente, acusado de revoltoso social. No dijo nada más, no habló de moral, no condenó a nadie, no culpabilizó a nadie. Esto se dice que lo expresó literalmente: “no he venido a juzgar”. Tenía razón porque el hombre, lo hemos visto, se juzga él solito sin ayuda de nadie, en función del bien o del mal que sabe que hace o deja de hacer.
Por lo tanto, que los seguidores de Cristo, agrupados en la Iglesia Católica, recuerden al mundo lo que está bien y lo que está mal no parece un crimen de lesa humanidad. En especial, si el recuerdo no viene acompañado por cuarenta divisiones de infantería o un par de bombas atómicas. Que la Iglesia recuerde que hay una frontera, que no puede diluirse sin que ello comporte consecuencias desastrosas para el equilibrio del ser humano, no debería molestar a nadie. Y, de hecho, obliga sólo a los católicos. Los demás pueden hacer, y de hecho hacen, lo que mejor les plazca… Siempre y cuando no caigan en el error de convertir su comportamiento y sus acciones en norma legal de obligado cumplimiento o disfracen lo malo de bueno oficialmente.
Siempre pongo el ejemplo de Enrique VIII y de Felipe II, ambos católicos, ambos buenos reyes, ambos adúlteros y mujeriegos. Perfecto. La pequeña diferencia estriba en que Enrique VIII inventó una confesión religiosa –el anglicanismo- para disfrazar de bien lo que estaba mal –sus adulterios y asesinatos pasionales- y, en cambio, Felipe II, no lo hizo. Actuó mal, pero llamó a las cosas por su nombre. Actuó mal pero no disfrazó el mal de bien. Una vez más: si Enrique VIII era rey y no tenía una noción clara del bien y del mal, ni le importaba en apariencia lo más mínimo, por qué tanto empeño en montar, nada más y nada menos, que una nueva religión? No tiene sentido, a menos que quisiera ser Dios. Nadie podía acusarle ya que era el rey. Nadie pudo culpabilizarle después, ya que era el “Papa” de esa nueva religión. ¿Por qué? Reparemos, además, en el hecho de que el liberal, el moderno, el que se sentía perseguido por la Iglesia Católica –Enrique VIII- es el que asesina al “acusador” -Tomás Moro- que sólo pretende ser de verdad libre y no someterse a la decisión arbitraria del tirano y a la coacción de éste sobre la conciencia del súbdito. Prefigura la Revolución Francesa y todos los totalitarismos posteriores: asesinar en nombre de la libertad.
Por esa misma razón, o sinrazón mejor dicho, jovencitas ateas, naturistas, activistas y listas, exigen que nadie las culpabilice. ¿Quién lo hace? ¿El pobre anciano del Vaticano? ¿Los curas? ¿Quién hace caso hoy en día a los curas? ¿Quién no se burla de ellos con plena libertad e impunidad? ¿Por qué se sienten mal y reivindican con odio una libertad que, hoy, nadie les ha quitado?
No circulemos por el camino de la historia porque entonces el mundo pagano antiguo, el mundo pagano moderno, el mundo ateo marxista, el mundo de los totalitarismos estatales, el mundo surgido, en fin, de la Revolución Francesa tiene sobre las espaldas miles de millones de muertos, y las manos teñidas de infinitos litros de sangre humana.
Hablar de los lógicos y humanos errores históricos de la Iglesia Católica al lado de una serie semejante de genocidios en cadena es una broma de muy mal gusto y me haría perder el buen humor y la moderación que les vengo demostrando.
Ciñámonos al presente. Un presente que extiendo al siglo XX entero y a lo que llevamos de XXI. Ningún grupo humano en Occidente puede considerarse perseguido o coaccionado y si lo hace, miente. Que los católicos queramos impedir por vías naturalmente pacíficas que los dueños del semáforo sean los capitalistas desalmados que lo controlan desde hace 70 años y que nos impongan leyes que consideramos inicuas, no debería extrañar a ningún defensor de la libertad. Es nuestro derecho y nuestra libertad. Prefiero el té de Ceylán y el azul, al café y al verde. Usted podrá no estar de acuerdo conmigo. Pero, por favor, no me imponga a su vez lo que le gusta a usted. Y no me insulte. Ni insulte mi modesta inteligencia.
Creo que ha quedado claro. Disculpen la extensión. Y gracias por haber llegado hasta aquí.