Jueves, 21 de noviembre de 2024

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El Cristianismo acaba de empezar

por La Columna del #CoronelPakez

 

 

EL CRISTIANISMO ACABA DE EMPEZAR

 
No es necesario recurrir a la conocida frase bíblica que dice que para Dios mil años son como un día y la vida del hombre un soplo que pasa, para darse cuenta de que, realmente, dos mil años son un par de días si contamos a partir del Big Bang. Miles de millones de años y, ¡zas!, un buen día, ayer como quien dice, nace Jesús de Nazareth. Dijo muchas cosas, pero la más importante de todas ellas es que nos reveló que Dios es Amor.

Sean ustedes creyentes o no lo sean –si no lo son, lo más probable es que se crean cualquier tontería que no sea Dios, por supuesto, faltaría más, ya lo dijo Chesterton y lo corrobora el sentido común y la experiencia: aparten a Dios de la vida de un tipo o de una tipa y empezará a hablarles de energías, de fluídos, de la madre tierra o del ateísmo como dogma de fe-, sean, pues, creyentes o no, estar enamorado es algo que han podido experimentar si su egoísmo es sólo de tamaño normal. Y ¿qué sucede cuando uno está enamorado de verdad? Sucede que el tiempo se detiene, se estira, se eterniza. Uno puede haber estado con su chica cuatro horas y dirá que sólo han pasado cinco minutos, y deseará estar con su chica días, semanas, años, la eternidad, si ello fuera posible.

Bien, lo es. Para Dios que, sin duda, está siempre enamorado, el tiempo deja de contar: mil años, un día, tres millones de años, dos semanas, un minuto, qué más da… Y ¿de quién está enamorado Dios? De los hombres. (No añado “y de las mujeres” porque se sobreentiende, porque se ha sobreentendido toda la vida hasta que han llegado estos listos y listas de la “ideología de género” con sus imposiciones y su inquisición laicista).

Dios está enamorado de los hombres, con ellos están sus delicias, como también dice la Biblia. Y en el Amor, repito, no hay tiempo. De modo que Jesús es prácticamente un contemporáneo nuestro y el mundo que Él visitó viene a ser este mundo que conocemos. Y los hombres que conoció son los hombres que vemos ahora mismo, haciendo prácticamente las mismas cosas y, sobre todo, pensando y sintiendo como nosotros.

El mensaje cristiano es tan nuevo, llega tan profundamente a la esencia primordial del alma humana, que el hombre todavía no lo ha procesado, no lo ha interiorizado, no lo ha asumido. ¿No me creen? Respondan: ¿el hombre ha asumido que lo normal –lo natural, diría un descreído- es amar a los enemigos? No. Sólo los santos han vivido así, pero son la excepción que confirma la regla. Ustedes me dirán que lo normal es lo contrario porque ahí están las guerras y las peleas familiares para demostrarlo. Y yo les diré que esto no era así al principio. Que al principio lo normal era amar y que no había enemigos. El mundo era bueno y el hombre era bueno. Pero alguien lleno de soberbia lo estropeó y volvió del revés al mundo y al hombre: por eso hay guerras y peleas entre familiares y dentro de cada uno de nosotros habita un asesino en potencia. Si decimos que el mundo está estropeado, queremos decir que hubo un tiempo en que estaba bien. Sólo la nostalgia que todos sentimos de ese mundo de bien bastaría para convencer a cualquiera. Menos a un ateo profesional, a Nietzsche y a Woody Allen.

Por otra parte, todas las ideas y sistemas filosóficos que atacan de algún modo al Cristianismo y que la vanidad del hombre moderno considera un fruto del mal llamado progreso, ya estaban presentes muy poco tiempo después de la Resurrección de Jesucristo. Incluso estaban presentes cuando Él pasaba haciendo el bien por las aldeas de Judea y de Galilea. Incluso estaban presentes cinco o seis siglos antes: los filósofos griegos, desde los presocráticos hasta Platón y Aristóteles habían explorado ya casi todos los temas que conciernen al alma y al intelecto humanos, con notable éxito, por cierto. A partir del siglo I, empiezan a surgir toda una serie de herejías que, más o menos remozadas, perduran hasta el siglo XXI. Es la reacción del hombre viejo al cambio trascendental en el modo de ser hombre que propone Cristo. Paradójicamente, ese hombre viejo es el hombre nuevo autoinventado –estropeado- después del pecado original, mientras que el verdadero hombre viejo, el original, el bueno –en el más completo sentido de la palabra-, es el que anuncia el Evangelio, que no es más que el manual de instrucciones de la humanidad, si me permiten un símil tan prosaico.

La política no ha evolucionado mucho más. Es lógico, si tenemos en cuenta que, como se ha dicho, el pensamiento humano ha progresado muy poco desde Tales de Mileto o Hesíodo. Ya Demócrito de Abdera abomina de los dioses y concibe una materia autocreada, al tiempo que desarrolla una “teoría atómica del universo” que confiere al propio átomo carácter de eternidad. Ahí estaban ya prefigurados Einstein y la física cuántica. Del mismo modo, las estrategias políticas de todos los imperios que en el mundo se han sucedido no han hecho sino copiar aquellas que tan buen resultado dieron a los romanos. Y la economía como motor del conflicto no es cosa de Marx: Julio César, Augusto o Trajano sabían latín en este tipo de cuestiones, y disculpen ustedes el chiste fácil.

Estamos, pues, en los albores del Cristianismo. Estamos en el inicio del cambio del modelo de hombre. La Iglesia y, más concretamente, Juan Pablo II, ha elevado a los altares a muchos más santos y beatos en las últimas décadas que en los siglos anteriores: son modelos del hombre nuevo, del hombre original. Llegará un día en que lo normal, lo natural –y ahora lo dice un creyente- será ser santo, porque es lo que debe ser el hombre. Mientras tanto, los malos seguirán agitando las aguas de este mundo. Pero los malos, no lo olviden, son muy pocos. Su única ventaja es que están bien organizados y hacen mucho ruido.

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