Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Elogio del fracaso. Octava parte

por La Columna del #CoronelPakez

 

El fracaso es el mejor y más eficaz destructor del “yo” que se ha descubierto. Sobre todo porque uno se obstina en no reconocer que ha fracasado y lucha hasta la locura –literalmente, en muchos casos- para salvaguardar el ídolo del “yo”. Y cuanto más pelea, más se destruye. No se da cuenta de que el ídolo acorazado ha caído hecho pedazos, de que uno está desnudo ante el mundo y de que la gente le ignora, se ríe o le insulta. Un tipo muy interesante que se llamaba Francisco y era natural de Asís, Italia, se desnudó él mismo delante de los de su ciudad y dijo así soy y todos se lo tomaron a risa y él dijo que estaba muy bien que se riesen de él y se largó paseando, tranquilo y libre. Sabía que no era más que una hormiga. Por eso, dicen que llamó hermanas a las hormigas y a las cabras y a las gallinas; y hermanos, a los lobos y a los buitres y a todos los hombres; y lo llevó todo tan lejos –tan cerca de la verdad- que llamó hermano al sol y hermana a la muerte.

Muerte.

Los pocos lectores que permanecían por aquí han salido corriendo.

Esta sociedad tiene tanto miedo a la muerte que ha aparcado a los enfermos y a los viejos en hospitales y en residencias y ha retirado los cementerios de las ciudades y de los pueblos. Han puesto los cementerios lejos, para no verlos. Es un invento de la terrible Revolución Francesa. Alejar la muerte de la vida de los hombres supone alejarles de la única certeza posible y, por tanto, alejarles definitivamente de la realidad. Una vez alejados de la realidad, la manipulación de las mentes es mucho más sencilla.

También han desterrado el luto. Vestir de negro durante un par de años a causa del fallecimiento de un ser querido era una sana costumbre y una terapia para el dolor. Vestir de negro en público ofrecía la posibilidad de llorar en público sin que pasase nada –era lógico llorar la muerte del marido o del hijo-; vestir de negro en público permitía ser consolado en público; permitía digerir la tragedia en compañía; permitía asimilar la pérdida poco a poco y tomar conciencia de nuestra finitud; era un saludable aviso a navegantes. La gente lloraba y gemía y estaba triste porque lo natural cuando ronda la muerte es estar triste. Hoy, no. Hoy tiene uno que huir de la tristeza y del dolor y del llanto y hacer ver que todo es normal, no le de un vahído a mi amiga Puri o al pijo de mi hermano o al pesado del vecino.

-¿Qué tal todo?

-Murió mi padre.

-Y yo perdí el bolígrafo.

Así viene a ser la cosa. Como el ídolo del “yo” no resiste los embates del dolor y de la muerte, pobrecito, hay que ocultárselos. De modo que llevamos unas cuantas generaciones de hombres que ya no son hombres y de mujeres que ya no son mujeres. Son juguetes que se rompen en cuanto aparece la más mínima contrariedad. Vestir de luto se ha convertido en un pecado social, como han convertido el fumar en un pecado social. Fumar puede matar -¿lo ven? La muerte, otra vez-. Claro. Vivir también puede matar. Y, efectivamente, vivir mata. 

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