Un artículo sin moraleja
Cuando venía de camino al trabajo, iba pensando en escribir hoy un post sobre lo absurdo que es dejar de comer carne en viernes de cuaresma, porque esta mañana me he levantado con tanto sueño que me he zampado, literalmente sin pensarmelo dos veces, sendas tostadas con aceite y jamón, como ya hice -y por idéntico y somnolente motivo- el viernes pasado y el miércoles de Ceniza. Algo como lo que escribí aquí.
Pero a la salida del Metro, en la estación de Sol, me he encontrado con Alberto, uno de los mendigos que forman parte del paisaje urbano del centro de Madrid, y a quien hacía bastantes meses que no veía. Quien haya pasado por la Puerta del Sol quizá lo haya escuchado alguna vez, entonando su melódico "unaayudaparacomer,algosueltooo", sentado a la sombra de un árbol escuálido de la calle Mayor (que parece más escuálido junto a la imponente figura de este mocetón de casi 100 kilos).
Alberto es esquizofrénico y no puede trabajar. Pero es un buen tipo que se toma la medicación y que se cuida bastante, aunque no se cambie de ropa. En invierno se va a Asturias, donde tiene familia, y con la primavera y el buen tiempo hace como los vencejos y vuelve a la ciudad. Ha sido él quien me ha dado la noticia.
- Como no sabía nada de ti, le pregunté a Amaro hace unos meses, por si te había pasado algo. Pero ya me dijo que no te había pasado nada, que es que estabas por el Norte...
- Sí, sí. Pues mira, Amaro se ha muerto.
Me he quedado patidifuso. Amaro era otro de esos mendigos habituales del centro. Desaliñado, sucio y con un punto de mezquindad. Uno de eso tipos de los que no te fías, de los que te hace cambiarte de acera si vas solo por la calle. Era portugués, tenía el pelo largo y graso, barba descuidada, boca desdentada, la piel roja por el vino y roturada por la mala vida, y mierda encima como para exportar. Su compañía más característica era su perro: un chucho marrón, pequeño y gordo como un botijo, hinchado por vaya usted a saber qué cosa, de pelo corto, duro y desvencijado, que lo acompañaba siempre a todos los lados y que se tumbaba panza arriba en el regazo de su amo, sin moverse, durante las horas y horas y horas que pasaba en la puerta de La Mallorquina, pidiendo limosna. Muchos turistas le hacían fotos, no a Amaro sino al perro, porque el chucho, aunque tenía la misma mirada furtiva que su dueño, resultaba simpático. Creo que en realidad era perra, porque juraría que a veces se le marcaban las tetillas en el vientre.
Nunca le di ni un duro a Amaro porque sabía -se notaba y no lo ocultaba- que bebía mucho y que a veces iba fumado o metido hasta las cejas. Sólo hablé con él un par de veces, siempre en un tono muy cordial, y nos saludábamos de vez en cuando con amable cortesía.
Aunque él no me lo dijo, sabía que estaba enfermo. Alberto me ha desvelado que de Sida, de hepatitis y de yo que sé cuantísimas cosas más. También sabía que no era mal tipo. Sólo había que ver cómo lo estimaban sus amigos de la calle. Ellos son el mejor termómetro: si el común de los mendigos estima a otro de ellos, es que no es mala gente. En la calle, las puñaladas traperas y la vileza se pagan con el ostracismo. Quienes viven de la generosidad ajena, ya sean pobres, mimos o vendedores de cachivaches, no toleran a los delincuentes, ni a los mentirosos, ni a los que se aprovechan del prójimo con malas artes. Y Amaro contaba con un buen grupo de amigos entre todos ellos. Jamás, por ejemplo, se relacionaba con el clan de rumanos, porque esos traen por la calle de la amargura a la policía, a los turistas, a los comerciantes, a los mimos y a los mendigos.
Hoy Alberto me ha dicho que otro personaje típico de la Puerta del Sol, el Jose (sin tilde en la e), un lotero con enanismo, le ha contado que durante las navidades pasadas Amaro estuvo tosiendo sangre y que, en enero, se fue a Valencia con una ex conductora del Ejército con la que vivía. Por eso Amaro iba siempre con botas y pantalones militares con cadena y mosquetón, ahora que caigo.
Este artículo no tiene moraleja. Me he quedado con una sensación muy agridulce: creo que hablé pocas veces con él, y que, en realiad, conozco muy poco a estas personas con las que me encuentro todos los días. Pero también me alegro de que no considere a los mendigos como Alberto, Lenuta, Anuncia o Amaro como mobiliario urbano.
Eso, al menos, me ha servido para encargar una misa por su alma. Y para pediros que recéis por él. Si aún no está en el cielo, os lo agradecerá. Y si ya lo está, os lo agradeceré yo.
José Antonio Méndez
Pero a la salida del Metro, en la estación de Sol, me he encontrado con Alberto, uno de los mendigos que forman parte del paisaje urbano del centro de Madrid, y a quien hacía bastantes meses que no veía. Quien haya pasado por la Puerta del Sol quizá lo haya escuchado alguna vez, entonando su melódico "unaayudaparacomer,algosueltooo", sentado a la sombra de un árbol escuálido de la calle Mayor (que parece más escuálido junto a la imponente figura de este mocetón de casi 100 kilos).
Alberto es esquizofrénico y no puede trabajar. Pero es un buen tipo que se toma la medicación y que se cuida bastante, aunque no se cambie de ropa. En invierno se va a Asturias, donde tiene familia, y con la primavera y el buen tiempo hace como los vencejos y vuelve a la ciudad. Ha sido él quien me ha dado la noticia.
- Como no sabía nada de ti, le pregunté a Amaro hace unos meses, por si te había pasado algo. Pero ya me dijo que no te había pasado nada, que es que estabas por el Norte...
- Sí, sí. Pues mira, Amaro se ha muerto.
Me he quedado patidifuso. Amaro era otro de esos mendigos habituales del centro. Desaliñado, sucio y con un punto de mezquindad. Uno de eso tipos de los que no te fías, de los que te hace cambiarte de acera si vas solo por la calle. Era portugués, tenía el pelo largo y graso, barba descuidada, boca desdentada, la piel roja por el vino y roturada por la mala vida, y mierda encima como para exportar. Su compañía más característica era su perro: un chucho marrón, pequeño y gordo como un botijo, hinchado por vaya usted a saber qué cosa, de pelo corto, duro y desvencijado, que lo acompañaba siempre a todos los lados y que se tumbaba panza arriba en el regazo de su amo, sin moverse, durante las horas y horas y horas que pasaba en la puerta de La Mallorquina, pidiendo limosna. Muchos turistas le hacían fotos, no a Amaro sino al perro, porque el chucho, aunque tenía la misma mirada furtiva que su dueño, resultaba simpático. Creo que en realidad era perra, porque juraría que a veces se le marcaban las tetillas en el vientre.
Nunca le di ni un duro a Amaro porque sabía -se notaba y no lo ocultaba- que bebía mucho y que a veces iba fumado o metido hasta las cejas. Sólo hablé con él un par de veces, siempre en un tono muy cordial, y nos saludábamos de vez en cuando con amable cortesía.
Aunque él no me lo dijo, sabía que estaba enfermo. Alberto me ha desvelado que de Sida, de hepatitis y de yo que sé cuantísimas cosas más. También sabía que no era mal tipo. Sólo había que ver cómo lo estimaban sus amigos de la calle. Ellos son el mejor termómetro: si el común de los mendigos estima a otro de ellos, es que no es mala gente. En la calle, las puñaladas traperas y la vileza se pagan con el ostracismo. Quienes viven de la generosidad ajena, ya sean pobres, mimos o vendedores de cachivaches, no toleran a los delincuentes, ni a los mentirosos, ni a los que se aprovechan del prójimo con malas artes. Y Amaro contaba con un buen grupo de amigos entre todos ellos. Jamás, por ejemplo, se relacionaba con el clan de rumanos, porque esos traen por la calle de la amargura a la policía, a los turistas, a los comerciantes, a los mimos y a los mendigos.
Hoy Alberto me ha dicho que otro personaje típico de la Puerta del Sol, el Jose (sin tilde en la e), un lotero con enanismo, le ha contado que durante las navidades pasadas Amaro estuvo tosiendo sangre y que, en enero, se fue a Valencia con una ex conductora del Ejército con la que vivía. Por eso Amaro iba siempre con botas y pantalones militares con cadena y mosquetón, ahora que caigo.
Este artículo no tiene moraleja. Me he quedado con una sensación muy agridulce: creo que hablé pocas veces con él, y que, en realiad, conozco muy poco a estas personas con las que me encuentro todos los días. Pero también me alegro de que no considere a los mendigos como Alberto, Lenuta, Anuncia o Amaro como mobiliario urbano.
Eso, al menos, me ha servido para encargar una misa por su alma. Y para pediros que recéis por él. Si aún no está en el cielo, os lo agradecerá. Y si ya lo está, os lo agradeceré yo.
José Antonio Méndez
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