A Paulo Coelho no lo matarán. A Jesucristo, sí
Cualquiera que sepa un poco de historia se sorprenderá ante el hecho de la muerte de Jesús de Nazareth. Los romanos eran unos señores muy tolerantes en lo tocante a las religiones: las adoptaban todas y de todas permitían el culto. Con Augusto César adoptan, además, la antiquísima tradición egipcia y babilónica de divinizar la monarquía e imponen el culto al emperador, pero no prohíben otras manifestaciones religiosas.
Por su parte, los judíos no hubiesen matado a ningún tipo que fuese impartiendo normas morales más o menos bellas o más o menos prácticas. Los romanos, tampoco. Es decir, Paulo Coelho, o los autores de libros de autoayuda, no correrían ningún peligro entonces ni lo corren ahora: son inocuos para el poder.
Jesús de Nazareth tuvo que decir y hacer algo verdaderamente dramático y trascendental, algo que trastocaba de raíz y para siempre el orden mundial –de ahí que los masones se esfuercen tanto en crear uno “nuevo”-. Y lo hizo. Se proclamó Hijo de Dios, no en el sentido de los faraones egipcios, sino en el sentido de Hijo del Dios Vivo: esto lo entendieron tan bien los judíos que se taparon los oídos en aquel momento, dejarán de leer ahora mismo, y condenarán a muerte a quien lo diga por blasfemo. Pero nadie más lo ha dicho, ni hubo nadie que lo dijera antes de Cristo, ni habrá quien lo diga en el futuro.
Ser el Hijo de Dios es hacerse uno con Dios. Es reclamar para Dios el culto y la adoración y la adhesión a Su Voluntad. Por eso el Cristianismo, apolítico esencialmente, se enfrentó a la pretensión totalitaria del culto al emperador romano. Y se enfrentará hasta el fin de los tiempos a cualquier totalitarismo. Los sin Dios pretenden reducir el hecho cristiano a la esfera de la conciencia personal para, al mismo tiempo, manipular las conciencias personales adoctrinándolas en la escuela contra el Cristianismo. Bonita democracia…
Lo que dijo el Cristo es tan peligroso que ningún Paulo Coelho tendrá el valor de repetirlo jamás. Y, naturalmente, tampoco tendrá la luz interior para poder intuirlo siquiera. Pueden vivir tranquilos y seguir ganando dinero con ese negocio de acallar las conciencias, engañando al hombre y a la mujer sobre su miserable condición: haciéndoles creer que no tienen nada de qué arrepentirse y de que se lo merecen todo, están, sin más, condenándolos al infierno.
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