Traicionados por el Papa
En menos de 8 meses de pontificado ya no escandalizo a nadie si digo que se está armando un gran revuelo con lo que está diciendo y haciendo el Santo Padre: a mucha gente no especialmente creyente, pero también a muchos católicos fieles al Magisterio, les sorprenden y hasta les preocupan los cambios que, según se dice, quiere incorporar el Papa en la estructura temporal de la Iglesia. Y, lo que es peor, no faltan quienes están desconcertados o hasta se consideran heridos o traicionados por expresiones y planteamientos que el Santo Padre está esbozando sobre el aborto, el relativismo moral, o la defensa del matrimonio y la familia. Es fácil vislumbrar estos planteamiento incluso en lo que dicen algunos obispos y miembros de la Curia. También algunos amigos me han contado conversaciones con familiares y amigos que parecen dejarnos, en ocasiones, con el culo al aire: “¿Cómo vas a defender tú la vida, si el Papa ha dicho esto? ¿Por qué te opones a los homosexuales, si dicen que el Papa es pro-gay? ¿Ves como eres un radical al hablar del bien y del mal, si hasta el Papa dice no sé qué de la libertad y la conciencia?”.
Yo me temo que este desconcierto es sólo el principio de uno mucho mayor que está por llegar. Quiera Dios que me equivoque, pero como ocurrió en la época de Pablo VI y del post-Concilio Vaticano II, muchos querrán ver al Papa no como es de verdad, sino como ellos lo imaginan al proyectar sus deseos y aspiraciones, o sus miedos y comodidades. De hecho, no faltan ya voces que se presentan con capa de eclesialidad y que, en el fondo, piden hacer una revisión extraeclesial de la Iglesia, para que apliquemos categorías políticas, sociológicas, ideológicas o corporativas al Cuerpo Místico de Cristo. Y esto es muy peligroso.
Aquella forma errada de entender el Concilio y el magisterio pontificio hizo muchísimo daño a la Iglesia durante los años 60, 70, 80, y aún colea, por los dos extremos: tanto por los que quisieron secularizar la Iglesia para convertirla en una ONG asistencial; como por los que confundieron la tradición con un espíritu ultramontano y anquilosado. Ambas concepciones de la Iglesia (la mundanizada y activista; y la inmovilista y oscurantista) sólo tienen de cristianas el nombre que usurpan, porque ponen los ojos en los hombres (en los de fuera o en los de dentro de la Iglesia) en lugar de ponerlos en Dios, que es quien nos da ojos nuevos para mirar la realidad y a las personas. Y lo que es peor: ambas corrientes alejan a los hombres del Padre, le roban almas al cielo.
Sí, es verdad que se avecinan cambios en ciertos planteamientos temporales de la Iglesia, y algunos no serán pequeños. Quizá algunos nos incomoden y desinstalen, sobre todo en lo relativo a la pobreza, para que seamos una Iglesia más auténtica, más santa. Y tendremos que adaptarnos a las prioridades pastorales que el Santo Padre nos marque; sin papolatrías, pero sin dejar de ser fieles al Sucesor de Pedro, sobre todo desde lo que nos está pidiendo: estar en vanguardia de evangelización. Ya recomendaba Sebastián Gayá que, para hacer un apostolado fecundo, nuestro sentir tiene que ser el sentir de Roma, y que nuestro pensamiento tiene que estar en línea con el del Papa.
Pero no seamos ingenuos. No nos dejemos encerrar en las trampas de aquel “que ha jurado a Dios odio sin tregua”, en expresión también de Sebastián. Aprendamos de los errores que han lacerado a la Iglesia durante el post-Concilio: secularización, traición al Magisterio, contestación al Papa y al papado, relativismo moral, liturgias irreverentes, activismo y angelismo, contestación por la vía de la politización, añoranza de un régimen “de cristiandad” sociopolítica…, y huyamos de ellos como de la peste.
Cuando el Santo Padre dice que prefiere una Iglesia accidentada por entrar en contacto con los increyentes, a una Iglesia enferma por no salir de sí misma, también dice que lo que quiere es una Iglesia que no esté ni accidentada ni enferma, sino que tenga la astucia, el arrojo y la santidad suficiente para salir al mundo a anunciar a Cristo, ¡pero sin mundanizarse! Es decir, que lo central siempre es el Evangelio, siempre es Cristo.
En esta época de la nueva evangelización, en la que Juan Pablo II, Benedicto XVI y ahora Francisco nos piden salir al encuentro de los alejados para llevarlos a Dios, tenemos que ir bien pertrechados: necesitamos, más que antes, leer y conocer bien el Catecismo para poner luz cuando otros intenten cuestionarnos el Magisterio de la Iglesia; necesitamos, más que antes, una vida intensa de oración para llegar al corazón de los hombres como portadores de misericordia; necesitamos, más que en décadas anteriores, una formación humana bien asentada para saber cómo responder a las necesidades de nuestros contemporáneos con una respuesta cristiana. Necesitamos confesión y vivir de la Eucaristía para dejarnos desinstalar y poder así ayudar (también en lo material) a quienes sufren y a los pobres (de espíritu, pero también de pobreza material). Necesitamos ir a las fuentes originales de los textos pontificios y de las entrevistas con el Papa para que no nos engañen diciendo que “ha dicho”, porque el padre de la Mentira se empeñará en engañarnos a través de ciertos medios de comunicación. Tengamos claro que el Papa Francisco ni se ha apartado ni se va a apartar un milímetro de la doctrina social, moral y teológica de la Iglesia: no apoya el aborto, ni las uniones entre homosexuales, ni la ordenación de mujeres, ni gaitas en vinagre.
Vienen tiempos apasionantes para vivir en el lío de la santidad, pero huyendo del barullo que distraiga de lo central: Jesús ha resucitado y perdona mis pecados, me abre al amor infinito de Dios y me ayuda a cambiar de vida. Y si las palabras y actos del Papa nos propician, por ejemplo en las próximas navidades, una conversación complicada con nuestros familiares o amigos, tenemos que aprovechar la ocasión para dar razones de nuestra fe con criterio evangélico y doctrinal.¡Aprovechemos para anunciar al Resucitado, que vive en su Iglesia! “No podemos dejar de proclamar lo que hemos visto y oído” porque hay muchas almas en juego. La tuya y la mía, sin ir más lejos…
José Antonio Méndez