Llorando, Inés, por no haber podido llevarte a Cristo.
Buenos días Inés.
Han llegado las vacaciones e imagino que estarás en la playa con tus amigos. Yo, sentado al ordenador, escucho Jesu bleibet meine freunde (¡qué casualidad!) juvenilmente interpretado al piano por Simone Dinnerstein, y he decidido poner por escrito y compartir con otros algo que mi corazón ha estado guardando durante todo el curso…
Todas las mañanas, puntualmente, he subido las mismas escaleras del Centro con vosotros mientras contemplo los pies calzados de converse, botas de piel o deportivas de muelles. Luego, en el aula, veo tu rostro de primera fila en la penumbra mirando a la pantalla mientras escucháis (más o menos) mis explicaciones.
Son muchas las cosas que os he contado. Nueve meses dan bastante de sí, es verdad, y ha habido tiempo para todo. Al final, como siempre, exactamente igual que cada mes de junio, las clases terminan y se supone que debo acudir a vuestra ceremonia de graduación alegre y contento.
Quisiera decir que es así, porque ante vosotros se abre la vida entera, y sus colores tienen un brillo y una intensidad que otros ya sólo podemos recordar, pero mi corazón siempre guarda un poso de melancolía, una tristeza velada que, en fondo, habita siempre ahí.
Nunca cuento esto a nadie. ¿Para qué? Mis compañeros no lo entenderían. Algunos dirían que es normal “cogerles cariño a los chicos”, que es algo propio de la profesión, etc. E incluso alguno podría citarme versos de Gerardo Diego, o de José Antonio Labordeta (que descansen en paz).
Pero es que no es eso. No es sólo eso.
Se trata de Jesús, Inés. El tesoro de mi vida. Ese que nunca he conseguido compartir contigo.
A veces, de forma más o menos velada o abiertamente, he aprovechado para contaros lo que pasó conmigo. El vuelco que dio todo y lo que ocurrió después: la oración, la comunidad, el compromiso. No sé, algo parecido a descubrir un continente nuevo, mucho mejor que cualquier territorio que hubieras pisado antes. Una luz destinada a dar un color distinto a cualquier cosa, buena o mala, que estuviera por venir, y la garantía absoluta y cierta (en fe, pero igual de absoluta y de cierta) de que la aventura de la vida, finalmente, terminaría bien.
No sé. Debe ser una noticia demasiado buena para creérsela hoy en día, ya sabes: quieren consolarnos diciendo que hay “brotes verdes” donde no vemos más que vaciedad y tierra estéril a nuestro alrededor. Tú ya no entiendes estas cosas. Y en cuanto a mí, aunque me cuesta comprenderlo, puedo hacerme a la idea de un mundo centrado sólo en los sentimientos y en lo inmediato. Sin utopía ninguna, ni capacidad para imaginarla siquiera.
Estoy seguro de que serás una profesional de éxito porque sabes trabajar y eres muy inteligente. Deseo que encuentres a alguien que realmente te merezca y que llegues a tener algunos buenos amigos: ojalá la vida te vayan bien, de verdad.
Aunque yo, mientras, me quedaré pensando, ciertamente con un dolor vago en el corazón, lo que pudiste haber sido y se perdió. Las personas que en ti hubieran encontrado cobijo y consuelo, sólamente, y repito, sólamente, si tu hubieras llegado a conocerle a Él. La sinergia de salvación, amor y vida que tu “sí” al Señor habría creado por años a tu alrededor. ¡Cómo no voy a comprender la fiesta de los ángeles de que nos habla Lc 15, 110!
Algunos hermanos me dicen que he hecho todo lo que he podido, pero yo no estoy tan seguro. Tal vez si hubiera orado más… si hubiera ayunado por vosotros. ¡Quién sabe!
Hay una cosa que sí sé, y es que pienso seguir arañando las puertas del Señor para que su gracia barra este país y la lanza de su llama traspase muchos jóvenes corazones como el tuyo, Inés. Y También voy a pedirle que me de más pasión, de esa que quema por dentro, para que yo pueda ser una piedra más, aunque sea muy humilde, de la obra que Él quiere hacer.
Y ojalá que podamos encontrarnos un día, aquí o en la Tierra Nueva, y hablar entre risas de todas estas cosas.
Un abrazo para ti, y para todos los que han leído esto.
josue.fonseca@feyvida.com