Domingo, 22 de diciembre de 2024

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En la muerte de padre Cesáreo: la asombrosa vida de un misionero español en las cárceles colombianas

por La honda

Una de las cosas que más me asombra de la vida de los misioneros es el anonimato en el que fallecen después de haber vivido una vida de película. De Trilogía. De saga emérita, a lo James Bond, diría yo, en la que el personaje sobrevive no solo a sus enemigos, sino incluso a los actores que le interpretan, a los productores que le financian, a los espectadores que pagan por verle. La diferencia entre el ´Agente al Servicio de Su Majestad´ y los misioneros es que el primero es de mentira y los misioneros, no.

 

Ayer falleció en Madrid el padre Cesáreo Ochoa. Apuesto a que a pocos lectores les dice algo su nombre. Sí, es cierto. Tiene mucho más glamour poder decir “Bond. James Bond”, a la hora de presentarse con un Martini en la mano, que decir “Ochoa. Cesáreo Ochoa”. Eso él lo sabía, por eso se presentaba sencillamente como el padre Cesáreo. Falleció el hombre en el Hospital de la Princesa, de Madrid, como todo hijo de vecino que no aspira a nada más que a pasar por la vida haciendo el bien y cumpliendo la voluntad de Dios, y en estas se encontró con que vivió como un héroe de película y murió como un héroe de andar por casa en zapatillas y con la bata.

 

Como digo, apuesto a que a pocos les suena el nombre del padre Cesáreo. Salvo que alguien haya sido interno en una cárcel colombiana, durante la segunda mitad del siglo XX. Allá vamos.

 

Escuché la tarde que entrevisté al padre Cesáreo una de las aventuras más asombrosas que nunca hubiera imaginado, de boca de su actor principal, un anciano que casi ya ni caminaba y que miraba al cielo buscando un resuello de recuerdos para seguir la tarde como si nada hubiera pasado, sin molestar.

 

Como homenaje, y para que su memoria perdure, dejo aquí colgada aquella entrevista que se publicó en el Semanario Alba, el 30 de Octubre del año 2004:

 

 

"DE Arizala, una aldea navarra de no más de 150 habitantes, salió el joven Cesáreo camino del seminario de Godella siendo apenas un chaval de trece años, poco tiempo antes de la Guerra Civil. El 24 de julio de 1936, unos mil milicianos tomaron el internado y tuvieron retenidos a los trece niños que allí se formaban durante tres días, “con la idea, según nos enteramos más tarde, de enviarnos a Rusia”. Pero por suerte para los chavales, los vecinos de Godella, encabezados por el Doctor José Valls, el médico del pueblo, se las apañaron para acoger a los chavales en las casas que generosamente se ofrecieran. “Nos llevaron en fila india desde el seminario hasta el ayuntamiento a los trece, con el puño en alto. Cualquiera decía nada”.

 

Con esta anécdota histórica comienza el menudo terciario capuchino, a contarnos una vida que bien merece ser escrita en un libro. Un año después de la toma del seminario, fue llevado a Valencia con la familia que lo acogió, y allí se ocupó de “las tareas de la casa, que no son las tareas que te imaginas. Por aquel entonces, las tareas domésticas que yo acometía eran caminar cada día seis kilómetros para cuidar de la vaca de la familia, darle de comer, ordeñarla, y otros seis kilómetros de vuelta con la leche colgada del hombro en una cántara”. No se le puede olvidar el hambre de aquellos años. “Para calmarla, mercadeábamos con verduras de la huerta, o con aceite, que era algo muy preciado. Recuerdo que teníamos un guardapolvo de los que usaban los tenderos para pasar desapercibidos a la hora de negociar en la calle”.

 

Fin de la guerra

Una vez acabada la guerra volvió a Pamplona “en un viaje en tren que duró dos días, y que hice metido en un cuarto de baño de unos tres metros cuadrados con otros nueve compañeros dentro. No lo olvidaré jamás”, resopla al tiempo que pierde su mirada en un punto no definido del techo. En 1946, con 22 años, “fui ordenado sacerdote por el obispo de Álava, y cinco años después, me enviaron rumbo a Colombia, a Barranquilla más concretamente, donde se iba a construir una casa reformatorio para menores”.

 

El fraile partió del puerto de Cádiz para hacer una travesía que duró casi dos semanas, “del 18 de octubre al ocho de noviembre, día que atracamos en el puerto”. Cuenta el fraile cómo en la travesía hizo amistad con varios marinos y que al llegar al puerto, algunos de ellos le pidieron a él y a otros tres jóvenes seminaristas que le acompañaban que “les pasásemos por la aduana algunas botellas de licor y otras tantas pastillas de turrón”. Confiaban que al ir vestidos de curas, los guardias no nos registrasen. Al final las pocas botellas que pasamos “fueron 60, y 40 las tabletas de turrón, y yo me he preguntado siempre: ¡qué pocas cosas llevábamos en las maletas aquellos pobres curas para que cupiesen tantas cosas de otros escondidas!”.

 

“Los primeros días allí fueron horrorosos,“ exclama con pesadumbre. “Resulta que el reformatorio no estaba construido aún. Sólo había unas barracas que tuvimos que limpiar. Y no, no me refiero al polvo y al barro, sino a las serpientes y a los mosquitos, que eran del tamaño de un puño”.

 

Así pues, los pasos de Don Cesáreo se encaminaron, en lo que las autoridades competentes terminaban las obras del reformatorio, a una granja de Medellín en la que entre tres religiosos vestidos con hábito de monje “controlábamos a 100 reclusos y cuidábamos unas cien cabezas de ganado”. Durante su estancia en la granja, Don Cesáreo vivió momentos de auténtico riesgo con la guerrilla, ya que “en dos ocasiones, acompañado del párroco del pueblo, tuve que adentrarme en las montañas, cabalgando a lomos de un asno durante más de seis horas de viaje, a los poblados de los guerrilleros”. Cuenta Don Cesáreo como en ambas ocasiones, “tuvimos que hacer varios altos en el camino para enterrar cadáveres de personas asesinadas por la guerrilla que íbamos encontrando”. Sus citas con los paramilitares fueron para celebrar un bautizo y un funeral y en varias ocasiones vio deambular por el pueblo a algunos de los guerrilleros que vio en los poblados. “En una ocasión le eché valor y me acerqué a uno de ellos para preguntarle que qué pintaba por allí, y me dijo que de vez en cuando se acercaban para recibir información”. “Eran campesinos, pero muy peligrosos. Lo mejor era llevarse bien con ellos, celebrar los sacramentos y procurar no enfadarse. Una vez incluso, por intentar acercarme a uno de ellos, le pedí el fusil y estuve haciendo prácticas de tiro contra unos matorrales, al tiempo que el chico me contaba sus problemas y yo procuraba aconsejarle como buenamente podía”.

 

Por fin y tras casi un año en Medellín, La Linda, como se llamaba el reformatorio que Don Cesáreo iba a dirigir, fue inaugurado, y de ella decían los obispos y lugareños “que de linda sólo tenía el nombre”. Fueron puestos bajo sus custodia delincuentes juveniles de los más peligrosos, “asesinos y marihuaneros. Tiempos muy difíciles aquellos en los que en más de una ocasión me tuve que enfrentar con alguno, ya que al vernos con hábitos se pensaban que éramos ‘monjitas de la caridad’ en el más despectivo de los sentidos, pero se equivocaban. Éramos Terciarios Capuchinos al cuidado de sus almas, pero sin olvidar que se trataba de delincuentes”.

 

Con los presos de excursión

Aquella experiencia le sirvió a Don Cesáreo para “aprender de los jóvenes. En verdad, la mayoría eran gente buena que había tenido mala suerte en la vida. Pobres chavales. Gracias a Dios, allí les enseñábamos un oficio y aunque hubo momentos de tensión, creo que todos nos guardaban aprecio por lo que hacíamos. Es curioso como nunca ninguno pretendió escapar, y oportunidades no les faltaban, ya que yo me los llevaba a menudo de excursión, incluso en alguna ocasión fuimos a ver algún partido de fútbol”.

 

El nombre de Don Cesáreo fue ganando fama en la jerarquía por su buen hacer con los reclusos y no tardaron en encomendarle otra misión, en esta ocasión el “antiguo asilo de San Antonio, en Bogotá, al que decidimos cambiar el nombre por el de Hogar de San Antonio. Había allí 400 niños internos, sin hogar, más doscientos que se iban a

dormir a sus casas". Don Cesáreo recuerda aquella chiquillería “que no tenía nada, y a la que los frailes no podíamos darles casi nada material, pero si les podíamos transmitir cómo era nuestra vida”.

 

El Hogar de San Antonio se hizo famoso y en una visita que hizo el delegado provincial con el obispo de Bogotá, ambos se emocionaron por como Don Cesáreo tenía organizado aquel centro. No les costó entonces encomendarle la misión más importante de su vida. “Cesáreo, por hacerlo tan bien, te vas a la cárcel”. Así que le fue encargada la capellanía de La Picota, el mayor centro penitenciario de Colombia, situado en Bogotá, en donde más de 1.200 de los más peligrosos reclusos consumen los días encerrados entre barrotes oxidados y muros de hormigón. “Lo que yo he vivido allí no se puede escribir. Hay que verlo”. La cárcel estaba dividida por módulos y el capellán procuraba “visitar todos cada semana”. 

 

Recuerda Don Cesáreo como "intentaba ir siempre a los de la tercera, que eran las celdas de aislamiento. No tenían más de tres metros cuadrados, sin cama, sin retrete. A aquellos sólo se les podía escuchar. Necesitaban desahogarse”. Otro pabellón que el fraile visitaba era el "de los homosexuales, a éstos sí intentaba hablarles, y la mayoría me reconocía que lo hacían porque allí no había mujeres”. Y hablando de mujeres, recuerda una experiencia peligrosa por la que tuvo que denunciar al director de la prisión, que fue despedido por el ministerio competente. Cesáreo nunca denunciaba los trapicheos de los presos, pero aquello “pudo acabar muy mal. Se le ocurrió a este director, no recuerdo con qué motivo, llevar a cinco chicas a que se desnudaran montando un numerito. ¡Imagínate! Las podían haber matado, o haberse matado entre ellos por acercarse a ellas. Escribí al ministerio y no tardaron en echar al director. Además, muchos presos me lo echaron en cara, pero tratar así a aquellas muchachas, fue demasiado”.

 

En 1989 Don Cesáreo regresó a España después de 38 años en Colombia. “Un mes después me hubiese vuelto a nado. Me costó mucho adaptarme a España. Pero bueno. Aquí en Caldeiro -el colegio en el que ha vivido sus últimos años- estoy bien, y sería capaz de mandar a todos estos chavales si no fuese por la diálisis, que me deja bastante fastidiado”.


Don Cesareo es un anciano, pero la vida que ha llevado “por vocación” es un ejemplo de vida entregada a una causa: “ser amigo de todos aquellos desamparados”.

 

Descanse en paz, padre.

 

www.jesusgarciaescritor.es

 

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