Quien te dio de beber en el mar, lo hará también en el desierto
por La honda
Un anciano eremita armenio, sabio en la Palabra y en los aconteceres de Dios a lo largo de toda una vida, se dejó acompañar por un aprendiz de la vida espiritual, intuyendo haber enfilado ya los últimos años de su vida, tiempo que quiso dedicar a la que sería su cuarta y última peregrinación hacia Tierra Santa, origen de nuestro ser cristianos. Sería esta dura travesía por montes abruptos y áridos desiertos, la primera peregrinación entonces del rapaz que, con ojos brillantes como el fuego, todo lo observaba, devorando a su paso con la mirada tanto como devoran los bosques a su paso las llamas.
La travesía incluyó una visita a la Ciudad Santa de Damasco. Allí, en la majestuosa Mezquita Omeya, origen de nuestras raíces árabes, pudieron contemplar el mausoleo que los hermanos musulmanes cuidan con respeto, que contiene los restos mortales de san Juan Bautista. También la Calle Recta en la que se encuentra la casa de Ananías, allí donde san Pablo fue bautizado y recobró la vista no sólo de los ojos de la cara, sino de su existencia entenebrecida por la ley y la justicia farisaica.
Acercaronse los peregrinos hasta tocar con sus dedos las calmadas aguas del Mar Mediterráneo, en sus confines, a los pies del Monte Carmelo, en la ancestral Haifa, tras haber pasado noche de vigila el anciano en la gruta del Santo Elías, y entre sueños y cabezazos contra la roca desgastada el joven novicio de ermitaño.
La caminata junto a la orilla se alargó más de la cuenta debido al sol abrasador de una jornada que comenzó dos días antes, sin haber pasado noche, acabándose el agua de la caravana de dos almas ansiosas por llegar a Tierra Santa al segundo amanecer.
Con gran preocupación, el joven armenio se acercó al maestro y le preguntó inseguro: "¿De dónde vamos a beber?".
Inmutable ante los hechos como el viejo olmo que sabiéndose bendecido por la Providencia domina el páramo con fortaleza y elegancia, señaló la orilla de uno de los mares más salados de la Tierra y sin mediar palabra se dio la vuelta.
El rapazuelo cogió en su botella, hecha de cáñamo y tapa de hueso, agua salada del mar, de la que fueron bebiendo todo el día sin que se agotara y sin que les matara, ante la sorpresa del joven peregrino y la impasible caminata del monje anciano.
Llegado un punto difícil de localizar, y sin querer el anciano desviarse hacia el interior para visitar de nuevo Galilea, se adentró en el Desierto de Gaza rumbo a la ciudad tres veces Santa con la mirada decidida, el corazón entregado y las piernas repletas de llagas. Sus pies descalzos no pisaban césped recién regado, sino ardiente arena del desierto. Entonces, reparando el mochuelo en que la botella se había vaciado, pidió permiso a su maestro para regresar deprisa a la orilla del mar a llenarla de agua. Ante la negativa del viejo, el chaval preguntó agobiado: ¿De dónde vamos a beber?".
El anciano oró mirando al cielo, y cogiendo enseguida a su hijo espiritual por los hombros, atravesándolo con esos azulejos que parecían haber contemplado ya una partecita de cielo, dijo: "Mientras sigas caminando, tu Padre, que te dio de beber en el mar, te dará de beber también en el desierto".
Esta historia es una enseñanza de vida cristiana. La Providencia no te garantiza una alfombra de césped en medio del desierto. El desierto seguirá siempre siendo desierto para quienes tienen el valor de atravesarlo con tal de buscar el Reino de Dios. Y el desierto es incómodo. Mucho. Lo que te asegura la Providencia, la presencia de Dios al lado de su hijo aquel que le invita a acompañarle en su vida, es que allí donde no hay nada, no te faltará de nada. Dios no te promete, qué sé yo, una universidad privada para tus hijos, ni a tus hijos una vida cómoda. Tampoco te asegura una una sociedad médica, ni dos coches por casa. Ni si quiera una casa en propiedad. Esos conceptos de la sociedad actual de los que los cristianos se han empapado, no entran muy mucho en las promesas de Dios. Lo que Dios te ha prometido es que a su lado, el desierto de tu vida será llevadero, aunque seguirá siendo desierto. Hasta llegar más allá del desierto.
El Pueblo de Israel peregrinó cuarenta años pasando calor, hambre y sed, llagas y quemaduras, picaduras y fatigas. No fue cómodo, pero no les faltó de nada. Esa es la fe del peregrino de nuestros días, que en tiempos complicados e inciertos, se atreve a no volver al mar a por agua y mirar hacia delante orando y dispuesto a cruzar ese desierto.
La Providencia te da maná en el desierto. Algo donde no hay nada. Lo precioso es recibir ese maná en un desierto que sigue siendo desierto.
¡Animo! Ten fe, Ora y no te detengas.
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