Viernes, 22 de noviembre de 2024

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El Ahorro

por Jaime Alejandro

Definir el concepto de ahorro puede parecer una perogrullada pero no debe de serlo cuando muchos, incluyendo a los legisladores del Estado, no distinguen la diferencia entre ahorrar e invertir. 
 
El ahorro es la sacrificada tarea de no gastar una parte de lo que uno gana y guardarlo. De las tres actividades que uno puede acometer con el dinero –la energía- que conseguimos con nuestro trabajo, el ahorro es lo más aburrido, sacrificado y, como veremos, solidario. Sin embargo, el ahorro acumulado de manera equilibrada tiene una función imprescindible sin la que una economía no puede funcionar. Tal cual sucede con cualquier otro sistema natural, físico, biológico o el que sea, en economía necesitamos de energía para que el sistema funcione. Sin energía no hay movimiento y sin movimiento no hay trabajo.
 
En la economía, el movimiento lo proporciona el acto de liberar el ahorro previamente acumulado. Así, el ahorro acumulado en forma de dinero es el equivalente a la batería de un sistema electromecánico: la energía acumulada mediante el ahorro financiará, cuando se libere, proyectos en un proceso que llamaremos “inversión”. Pero ahorrar no es más que poner dinero en una hucha, con lo cual siempre supone un coste, algún grado de sacrificio y, de momento, ningún beneficio ni satisfacción inmediata. 
 
Por lo tanto y siendo estrictos, que es la mejor manera de afrontar cualquier cuestión, en el momento en que hablamos de rendimientos o de algún tipo de gratificación ya no deberíamos llamarlo “ahorro”. Excluyo por supuesto cualquier revalorización del dinero respecto otros bienes y servicios, que no es responsabilidad del ahorrador. Curioso que las leyes fiscales hablen de “rendimientos o rentas del ahorro” cuando el ahorro, por definición, no debería proporcionar “renta” salvo cuando deja de serlo para convertirse en “inversión”. Así  y volviendo a llamar la cosas por su nombre, una cuenta de “ahorros” deja de serlo en el momento en que proporciona interés y en realidad debiera llamarse cuenta de “inversión” –veremos en las conclusiones a esta serie sobre el consumo, el ahorro y la inversión, las consecuencias que debiera tener el llamar la cosas por su verdadero nombre-.
 
Queda claro entonces que para que exista inversión es condición indispensable que primero tiene que haberse acumulado una cierta cantidad de ahorro. ¿Qué sucede en un sistema económico en el que la inmensa mayoría ya no ahorra? Lo mismo que a un coche al que se le quita la batería: no arranca. ¿Y qué sucede cuando es el Estado el que crea un sistema como el actual, donde el propósito es destinar todo esfuerzo al consumo y a cualquier inversión, mala o buena, a cambio de ingentes ingresos fiscales? Pues que desaparece cualquier vestigio del ahorro. Se trata de un pernicioso desequilibrio económico impuesto por el Estado: sus leyes de curso legal forzoso, la banca central y el control público del negocio bancario, la manipulación de los tipos de interés, el sistema fiduciario y la permanente depreciación monetaria consecuencia de todas estas intervenciones han tenido como resultado la aniquilación del ahorro. Los resultados son los que vemos y el crédito –una forma de inversión- no volverá mientras siga sin recuperarse el ahorro.
 
En conclusión, es lógico y consecuencia de ese mecanismo natural llamado “instinto de supervivencia”, preservar una parte de lo que uno gana para hacer frente a posibles contingencias y adversidades futuras. Además es lo más solidario teniendo en cuenta que consumirlo o invertirlo todo es irresponsable, en el primer caso, o muy peligroso en el segundo. Pero es el Estado el que con sus intervenciones ha incentivado la insolidaridad –ausencia de ahorro y vivir al día-, el consumo exacerbado y la inversión sin pies ni cabeza como si toda inversión resultase siempre y en todos los casos en beneficio. Nada que ver con la realidad, ¿verdad?  Y, claro, crear y emitir unidades monetarias de la nada para diluir el valor del “confeti” no es ahorrar, no lo sustituye ni cumple con su función económica.
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