Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Pacto de Estabilidad: el germen de la inestabilidad

por Jaime Alejandro

Habrán leído frecuentemente que el origen de la situación de endeudamiento en la UE está en el incumplimiento sistemático del llamado Pacto de Estabilidad. Sin embargo, si analizamos las condiciones que impone este pacto y lo comparamos con el resultado que tendría para una empresa unas condiciones semejantes, podemos deducir que tal empresa acabaría quebrando forzosamente, aún cuando cumpliese estrictamente con las condiciones de semejante pacto. La razón es simple. Este pacto establece unas pérdidas fijas que los Estados pueden tener todos los años. Al decir que “pueden” debemos entender, conociendo la falta de disciplina del Estado, que las van a tener con toda seguridad. Y la pregunta es obvia: ¿puede subsistir una empresa que se marca como objetivo el tener todos los años una cantidad fija de pérdidas? ¿Y por qué motivo tendría que ser diferente para las finanzas de un Estado?

El Pacto de Estabilidad fija dos condiciones a los Estados que decidieron someterse al euro. La primera, que el llamado “déficit público” no puede superar el 3 % del PIB; y la segunda, que el nivel total de endeudamiento público no puede ser superior al 60 % del PIB. Si lo analizamos, veremos que es difícil mantener un nivel de endeudamiento por debajo del 60 % del PIB cuando, al mismo tiempo, el Estado puede tener todos los años un unas pérdidas del 3 % que sufragan aumentando el endeudamiento. Luego, el estricto cumplimiento de la primera implica que, antes o después, no podremos cumplir con la segunda condición del pacto.

El déficit público es la diferencia negativa entre los ingresos y los gastos del Estado. Es decir, cuando los gastos superan a los ingresos tendremos déficit. ¿Y por qué lo llaman “déficit”? Pues esta es una buena pregunta si uno lo compara con la diferencia negativa entre ingresos y gastos de una empresa. En una empresa y una vez cerrado el ejercicio contable esta diferencia se llama “pérdidas”. Así, supongamos que trabajamos en una empresa que se marca como objetivo tener unas pérdidas fijas de un 3 % sobre el total facturado, por ejemplo. ¿Ustedes pensarían que su puesto de trabajo estaría asegurado en esta empresa? ¿Ustedes creen que los bancos o los accionistas prestarían de manera indefinida para cubrir estas pérdidas, aún cuando lograse cumplir estrictamente estos objetivos? Esta empresa terminará quebrando. Luego no podríamos llamar “pacto de estabilidad” a aquel en el que los gestores de la empresa se hubiesen marcado el tener todos los años un 3 % de pérdidas sobre el total facturado, aún cuando este objetivo se lograse alcanzar todos los años. Ese pacto debiera más bien llamarse de inestabilidad.

¿Y puede el Estado funcionar conforme criterios diferentes  a los que tiene que funcionar una empresa? Existe la teoría de que el Estado es una inmensa asociación sin ánimo de lucro y, por lo tanto, no tiene que tener beneficios. Sin embargo, la idea es completamente absurda. El Estado tiene que obtener sus ingresos del sector productivo o tiene que generarlos por sí mismo. Por lo tanto, el Estado sólo puede recurrir a los impuestos o a entrometerse en alguna actividad económica que genere beneficios. Ahora, si el Estado se marca como objetivo tener todos los años un déficit del 3 % sobre el PIB, está admitiendo que ni los impuestos ni sus actividades económicas cubren sus gastos y además genera pérdidas todos los años.

Por lo tanto, estas pérdidas obligan a que el endeudamiento aumente anualmente conforme a un interés compuesto de un 3 %. Estaríamos hablando de un 80 % en 20 años. Si partimos de que la mayor parte de los inversores, que son quienes tienen que financiar al Estado, consideran un endeudamiento público del 100 % del PIB propio de un país insolvente; y tenemos en cuenta que la mayor parte de los miembros de la UE se integraron en el euro con niveles próximos o superiores al 60 % que fijaba el pacto, en 20 años a partir del año 2000 y cumpliendo a raja tabla el objetivo de déficit,  casi todos estos países hubiesen superado ese 100 % de su PIB. Es decir, que en el año 2020 hubiésemos llegado de todas formas a la situación actual en la que los inversores consideran la UE como un conjunto de Estados insolventes. 

¿Y por qué ha sucedido antes? Porque la mayor parte de los miembros de la UE no han cumplido los objetivos del déficit ni el endeudamiento fijados por el pacto y, año tras año, los han superado sistemáticamente. Y por supuesto, cualquier país que tenga una moneda fiduciaria, sea el euro, la peseta, el dólar o como quiera que se llame, está expuesto a la quiebra si se plantea como objetivo el tener todos los años pérdidas –déficit-. Otra cosa será que la quiebra se manifieste en forma de suspensión de pagos o mediante un proceso inflacionista.

¿Cuál sería la solución? La primera, más drástica y segura es terminar con el sistema fiduciario y liquidar el “debitismo” actual. Para ello, habría que reemplazar el papel moneda –pasivo- por un instrumento monetario –un activo- que no permitiese al Estado manipular los tipos de interés –fijar el precio del dinero- o su valor mediante la emisión o impresión de papel moneda. El sistema fiduciario es el que les garantiza a los Estados que, cuando ya nadie les quiere prestar, el banco central lo haga en lo que constituye una quiebra encubierta del Estado y un fraude a sus ciudadanos.

La segunda medida sería obligar a que el Estado obtenga superávit –un 2 %, por ejemplo-. El llamado déficit cero es un riesgo inasumible y la más mínima desviación termina siempre en déficit. Las sanciones de tal obligación deben ser estrictas e ineludibles puesto que su incumplimiento lleva al Estado directamente a la quiebra. Una caída del superávit al 1 % debería suponer una tarjeta amarilla para el gobierno en curso. Dos tarjetas amarillas se convertirían en roja y expulsión. Una caída de los beneficios del Estado por debajo del 1 % del PIB o cualquier déficit supondría igualmente la tarjeta roja directa y la expulsión. La expulsión conllevaría la convocatoria de elecciones y la inhabilitación automática de los gestores del Estado –todas las personas del Consejo de Ministros- para ejercer cargo de ministro o presidente del gobierno. Los partidos no podrían presentar candidatos que han quedado inhabilitados. Y por supuesto, el fraude para ocultar pérdidas tendría que estar penado por tratarse de un delito grave que atenta contra la seguridad económica de los ciudadanos –una forma de corrupción-. El resultado acumulado durante varios ejercicios quedaría sujeto a “reparto de dividendos” por no tener sentido acumular dinero en las arcas públicas que se necesita en el sector productivo para crear riqueza. La forma de hacerlo sería una reducción o supresión temporal de algún impuesto que afecte equitativamente a todos los ciudadanos.

La tercera sería fijar un límite constitucional a la presión fiscal para evitar que el superávit se utilice para engordar el tamaño del Estado, lo que también nos llevaría inevitablemente a la quiebra.   

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