La esencia anticristiana del sistema capitalista.
No suele ser un acto muy solemne que digamos. A veces se trata de una pequeña entrevista, otras ni siquiera eso: basta con un sobre de presencia amenazadora encima de tu mesa de trabajo.
Te dicen que te echan, que ya no eres “de allí”, que tu esfuerzo diario no compensa el salario que te pagan cada mes, y que recojas tus cosas de aquí a mañana. Tú sales aturdido de ese lugar en el que has pasado más tiempo que en tu propia casa, sabiendo que lo más seguro es que ya no vuelvas nunca por allí. Regresas a tu hogar sintiendo que te han quitado algo más que la posibilidad de pagar tus facturas. Ya no te consideras alguien normal.
Esta escena se repite a diario, cientos de veces, en España. Miles de historias anónimas y mudas de dolor, vergüenza y miedo que no trascienden, que son absorbidas en silencio por las personas afectadas y sus familias. Mientras tanto en los medios de comunicación continúan los bailes de cifras, los porcentajes y las especulaciones macroeconómicas en una espiral que (yo no sé a ustedes) a mí personalmente me da náuseas.
¿Y los cristianos qué? Bueno, ellos sufren como los demás las consecuencias dobles de un liderazgo social pésimo y de un sistema económico sencillamente anticristiano.
Hoy quería dedicar unas palabras a comentar esto. Evidentemente, a estas alturas hay que ir al grano y lo primero que me llama la atención es la tibieza del análisis, que, en mi opinión se hace en algunos medios de orientación “confesional”. Intentaré explicarme: los que crecieron como yo en los años 60 y 70 vivían en España un régimen económico liberal de protección social, con unas vinculaciones más limitadas que hoy respecto a los flujos del capital internacional. El proteccionismo garantizaba un mercado interior a la producción propia, y las divisas de turistas e inmigrantes equilibraban la balanza de pagos. Esto se traducía en empleo, y un desarrollo limitado, pero real.
La alternativa, por aquel entonces, la constituía un sistema de “socialismo real”, casi en la mitad de los países del mundo, cuyas grietas se veían ya a lo lejos, a pesar de su hermetismo y su falta de libertad: el hecho de tener que construir un muro en 1961 (el “Antifaschistischer Schutzwall”) para que los afortunados habitantes del paraíso proletario no se largasen a Occidente, fue, en realidad, la muestra más patética de las contradicciones y mentiras de un régimen que la Historia no perdonará, y al que, cada vez más, sólo apoyaban las élites comunistas de allí y los intelectuales de izquierdas de aquí. Por lo general unos y otros vivían muy bien.
Lo malo es que, cuando fracasó el “modelo socialista”, el capital se creyó Dios: ya no había que temer que el sistema del enemigo triunfase, así que las concesiones a la clase obrera propia “empezaban a sobrar”. Y además se abrían unos mercados increíbles de ex -países oprimidos que tenían unas ganas terribles de vaqueros, coca-cola y teles en color. Poco a poco empezamos a oír hablar de globalización”: aparecieron los “todo a cien” y los bazares chinos y nuestras posibilidades de consumo (sobre todo de “pequeño consumo”) aumentaron vertiginosamente. Eso provocó la sensación de que se avanzaba, y en la segunda mitad de los 90 y los primeros años del nuevo siglo, el mundo desarrollado vivió una especie de fiesta de compras que nos hacía a todos muy felices.
Lo suficiente como para no ver tres cosas. La primera que el materialismo lleva al hombre a una crisis inevitable. La segunda, que el bienestar (insistimos, material) de unos se hacía con las materias primas y el sudor de los empobrecidos por el sistema. Y la tercera, que no había “café para todos”. O sea, que el planeta no da para aire acondicionado, coche, smartphone y papel higiénico para todos. Es así de sencillo.
Al final, sobreviene la gran crisis. Nos quitan los juguetes y el bienestar peligra, y entonces miramos a nuestro alrededor perplejos, buscando culpables.
Claro que la clase política no está a la altura, claro que la desfachatez de los ricos es vergonzosa, claro que los mercados financieros son unos monstruos que amenazan con comerse a quienes dicen servir. Y claro que la gente tiene derecho a indignarse y a mostrar su indignación, pese a la oposición de los bienpensantes (aunque sean creyentes). Pero el problema no es ese.
Juan Pablo II lo dijo muchas veces. Benedicto XVI, de otra forma, lo ha recalcado cuando habla de crisis de valores. Hablemos abiertamente: en nuestra opinión el sistema económico liberal radical, ese que tantos buenos cristianos parecen defender con uñas y dientes, tiene elementos intrínsecos que chocan frontalmente con el mensaje cristiano y su visión del hombre y la realidad.
¿Por qué? Por lo que ya en sus primeros grandes ideólogos Adam Smith y John Locke, se ve meridianamente claro: es el mercado el que rige las relaciones laborales y transaccionales entre los hombres, no la caridad, ni siquiera la justicia. Así que el trabajo es un producto más de ese mercado, pero un producto no puede ser un derecho a la vez. De esta forma, en este y otros modos, el lucro personal, material e insolidario, se convierte en el principio fundamental que rige las relaciones materiales entre las personas. Y además a él se le confía toda la esperanza en el equilibrio en el desarrollo de la humanidad.
Partiendo de esta lógica todo es aceptable: Canadá puede arrojar miles de toneladas de trigo al mar para evitar que los precios bajen demasiado, es posible provocar una hambruna en Niger porque algunos gestores de fondos de inversión han decidido invertir en alimentos básicos; y no hay problema en masacrar a los proveedores y productores textiles en Asia para agrandar los beneficios de los grandes grupos de distribución en el sector ¡Aceptamos esta lógica, igual que vemos normal que cada habitante del primer mundo arroje a la basura entre 95-115 kilos de comida al año (en total 1.300.000.000 kilos según la FAO).
Si, como dijo el propio Juan Pablo II, "el profundo estupor ante la dignidad del ser humano se llama Evangelio" tendremos que concluir que un sistema que se aleja tanto de dicha dignidad, tiene muy poco de evangélico, por lo que cuesta entender la postura de aquellos hermanos que lo idealizan hasta el absoluto, o lo aceptan, al menos, como un mal menor.
Plantear alternativas no es fácil, y no es nuestra intención hacerlo aquí, pero la Palabra de Dios, la tradición de la Iglesia y la Doctrina Social proponen puntos de partida muy válidos, que iniciativas concretas deberían desarrollar. Un cristianismo en comunidad, muy reflexivo sobre la importancia real de los bienes materiales y su uso, y que conectara de verdad las vidas de unos con otros, sería el caldo de cultivo ideal. Ese es, sin duda el primer paso (pues, ¿cómo ser insolidario con el hermano que tengo a mi lado?).
Por otro lado, practicar la autogestión, abrir proyectos de integración, casas de acogida, lugares concretos de esperanza y calor humano, son otras realidades en los que todos, de un modo u otro deberíamos estar implicados.
Comprender (y creer de verdad de una vez por todas) que el verdadero tesoro de esta vida son las relaciones, no las cosas, que la mejor inversión, la más rentable, es la que se hace en el Cielo (Mt 19, 16-22) y que ésta constituye, también, la actitud más inteligente de cara a afrontar el Juicio que a todos nos espera.
Ojalá estemos listos.
Un abrazo.
josuefons@gmail. com