Vivir el año de la fe
por Hablemos de Dios
El año de la fe debería derrumbar dos muros. Primero el de la ignorancia religiosa que el Papa ha llamado analfabetismo religioso y que revela dos grandes fracasos de la Iglesia de occidente en los últimos decenios: la catequesis y la enseñanza de la religión en la escuela. Las jóvenes generaciones adolecen de un desconocimiento de Dios y de la fe católica terrible. Millones de bautizados desconocen casi totalmente su fe. Están llenos, en cambio, de prejuicios de todo tipo contra el clero, la enseñanza de la Iglesia, lo que les conduce a vivir como si no tuvieran fe, incluso confesándose abiertamente creyentes.
Algunos han hablado de la pérdida de la fe teologal a favor de una fe solamente religiosa. Esto quiere decir que muchísimos católicos no son ciertamente ateos, en su pensamiento Dios existe y aceptan a Jesucristo y la Biblia como un libro sagrado, pero poco más. Se sienten pertenecientes a una cultura que es cristiana desde hace siglos, no tienen inconveniente en bautizar a sus hijos y en rezar de vez en cuando un padrenuestro y un avemaría, pero no les pidas más. En este sentido son gente “religiosa”. A pesar de esta delgada capa de barniz cristiano, Dios está muy lejos, Jesús es un personaje del pasado, la enseñanza de la Iglesia está desfasada y no tienen tiempo ni para ir a Misa ni para entrar en una vida espiritual seria. Por supuesto, sus criterios y su estilo de vida no tienen nada que ver con el evangelio de Jesucristo.
La fe teologal es un don de Dios que transforma la propia vida y la hace a imagen de Cristo. Es aquello que llamamos “vivir en gracia de Dios”, es decir, alejados del pecado mortal, en amistad con Dios. El que ha recibido la fe teologal como semilla en el bautismo y la ha hecho crecer, percibe a Dios como cercano, toca el Corazón de Cristo, hecho hombre para convivir con nosotros, reza con fervor y lucha contra el pecado. Se siente miembro de la Iglesia y la ama como a una madre. No se avergüenza ni de confesarse católico ni de vivir como tal, aunque tenga que nadar contra corriente y ser perseguido como el Maestro.
Éste sería el segundo muro que es necesario derribar: la cobardía de los creyentes, incluso de muchos que tratan de vivir una fe teologal, pero que se sienten acoquinados ante un mundo cada vez más hostil, donde es cada vez más difícil hablar de Dios sin ser atravesado con miradas airadas o burlescas, o amedrentado con palabras hirientes que descalifican sin ofrecer argumentos o aluden a los mil prejuicios contra Dios, la religión o la Iglesia cacareados por los medios y aceptados como dogmas incontrovertibles.