La verdad sobre mí mismo
por Hablemos de Dios
El apóstol S. Pablo defiende apasionadamente su “rango” de apóstol de Jesús, su autoridad sobre la comunidad cristiana de Corinto. Para ello saca a la luz pública sus méritos: sus desvelos y sufrimientos para evangelizar, incluso los dones extraordinarios recibidos del cielo. Sin embargo, al mismo tiempo, declara que es una locura presumir, concluyendo que no quiere encontrar la gloria en los triunfos obtenidos sino en su propia debilidad: “porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor. 11, 16-33; 12, 610).
¿Dónde está la clave del equilibrio? En la VERDAD. El descubrimiento que la razón humana iluminada por la fe hace sobre lo que ES el hombre y lo que ES Dios, sobre quién es el hombre y quién es Dios, le lleva al equilibrio. Lo que legitima la aparente presunción de S. Pablo es la defensa de algo que es verdad. El no pretende ser lo que no es. Es apóstol porque Cristo lo escogió y ha trabajado duramente, hasta el borde de la muerte, ha sido fiel y valiente en el combate. Sin embargo es débil, limitado y lo reconoce (2 Tim. 4,7).
Efectivamente el hombre descubre, si es honesto consigo mismo, multitud de debilidades en sí mismo. ¿Puede el mundo del tercer milenio presentarse como ejemplo de plenitud humana aunque nos muestre sus muchos progresos científico – técnicos? ¿Podemos esconder toda la injusticia de la guerra, del hambre, de la corrupción, de la violencia, de la crisis de la familia, del materialismo deshumanizante en el que vivimos? ¿Es el hombre grande o pequeño?¿Merece ser despreciado o merece ser amado? Es aquí donde alcanzamos una conclusión que es análoga. El hombre es malo y es bueno. Puede ser muy malo o ser muy bueno. Su libertad le da una inmensa capacidad para hacer el mal y para hacer el bien. De modo que cuando es malo conserva la capacidad para reformarse y volver al buen camino, y cuando es bueno también conserva su misteriosa capacidad para ser malo, terriblemente malo. ¿CUÁL ES LA VERDAD SOBRE MI MISMO? ¿Debo estimarme o despreciarme? Debes apreciar y fomentar en ti todo lo que es bueno, sin olvidar nunca que eres débil, limitado e inclinado al mal, que tus éxitos y fracasos no dependen sólo de ti sino de muchas personas y circunstancias, y que, en definitiva, el mayor éxito, independientemente de la resonancia pública que pueda tener, es el intentar hacer las cosas bien, ser fiel a la propia conciencia, el vencer el egoísmo y abrirme a los demás sin importar el agradecimiento que pueda recibir en recompensa.
Pero no estaríamos dando una respuesta bíblica si olvidáramos una última enseñanza de las Escrituras. Todos los bienes que el hombre tiene, materiales y espirituales, los ha recibido de Dios, al que se le debe todo el agradecimiento, todo el honor y toda la gloria (I Cor. 4,7). Sería radicalmente injusto que el hombre presumiera de unos bienes materiales que han sido creados por Dios, de una riqueza que no lo hace mejor por dentro y que pertenece a todos los hombres porque para todos fue creada; de una inteligencia con la que nació y que fue cultivada gracias a los que se convirtieron en nuestros educadores; de una belleza o fortaleza física que es un tímido reflejo de la belleza infinita y el poder infinito de Dios que por amor nos hizo participar de esos bienes. Sin embargo el hombre lo hace con frecuencia pues tiene una marcada tendencia a considerarse por encima de lo que es. Eso es la soberbia. Este pensamiento desordenado sobre sí mismo lo hace caer en abusos contra los demás a los que menosprecia como inferiores, mirando la paja del ojo ajeno y olvidando la viga que tiene en su ojo (Mt. 7, 5).
Sólo en una relación personal con Dios, en la oración como diálogo de amistad, puede el hombre descubrirse a sí mismo como creado para grandes cosas. Sólo con la confianza en el Dios poderoso que nos acompaña y nos ayuda puede el hombre superar su inmensa pequeñez junto al Dios grande. Inclinarse bajo “la mano poderosa de Dios para que a su tiempo nos ensalce” es la fuente de la paz interior (I Pe. 5,6). La paz con la que caminan los que no buscan el aplauso vano de un público impersonal, que no ama y no conoce realmente lo que admira; la paz de los que no desean aparentar, ni tener, sino SER lo que deben ser delante de Dios. Finalmente, sólo Dios puede hacernos “grandes” en la medida que nos da la capacidad para vencer el mal y hacer el bien (2 Cor. 3,5). Realmente Él nos hizo para el bien pero el pecado traicionó el plan de Dios, pero en Cristo encontramos la gracia para volver al plan divino primigenio.