Tu belleza, mujer, me acerca a Dios...
Tu belleza, mujer, me lleva a Dios
Aún recuerdo esa mañana: sus bucles dorados deslizándose con elegancia por encima de su hombro, bajo un sol tenue de diciembre. Aquel cuerpo juvenil envuelto en un sencillo vestido de seda salvaje no era sólo el de mi prometida que se acercaba al altar. Era en cierta medida un icono casi sacramental un regalo, cuya belleza, como no podía ser de otra manera, me llevaba directamente a Dios.
Recuerdo una tarde, en el aeropuerto de Tarragona. Tres estudiantes veinteañeras avanzaban charlando alegres por la fila del control de seguridad. Deduje por su acento que eran estadounidenses. De pronto adelantaron a una pareja detenida con un bébé. Una de ellas se quedó prendada mirando al niño varios segundos: nunca vi hasta entonces, ni he vuelto a ver, una expresión de ternura, embelesamiento y deseo maternal como el de aquella chica. Quedé conmovido.
Recuerdo una noche, en medio del puente de Luiz I en Oporto. Yo intentaba sin demasiado éxito encontrar el ángulo y la luz suficientes para fotografiar una panorámica de los Cais de Vilanova de Gaia. De pronto, en medio de la oscuridad surgió la figura ninguna de una chiquilla: no tendría más que 12 o 13 años. Su figura menuda y pálida saliendo de la oscuridad y la nada creó, por unos instantes, un cuadro de belleza tal que hasta hoy ha permanecido en mi corazón.
La naturaleza de lo femenino ha inspirado siempre al hombre. Las grandes heroínas de la historia, desde Helena de Troya a Juana de Arco movilizan las fuerzas de los varones llevándoles a la gloria o al desastre, mientras que la historia de la literatura nos proporciona arquetipos innumerables que intentan captar su esencia en un momento dado: la búsqueda de la amada siempre tiene algo de viaje iniciático, y su conquista la llegada a una suerte de Tierra Prometida. Es la amada que refleja todas las perfecciones del Amor Cortés, la que cantan los Minnesänger y los trovadores de Provenza y Galicia. Ella es, para bien y para mal, Beatriz, Amarilis, Héléne, Ana Ozores, Sieglinde o Emma Bovary. Pero es también la madre, la Andrómaca de Homero, o la de los Macabeos y la de Gorki… De alguna forma la vida masculina es un viaje de la mujer a la mujer…
Siempre me he preguntado por esa extraña fascinación que la presencia femenina provoca en nosotros: “…ese siseo de faldas que vienen y van alrededor de un enfermo y que ayudan a curarlo”, como decía Gregorio Marañón. Ese sentimiento que hasta nos trasciende para llegar a ser el “polvo enamorado” del mejor poema de Quevedo, o esa inspiración, que es ella misma, en el soneto de Garcilaso: “Escrito está en mi alma vuestro gesto, y cuanto yo escribir de vos deseo; vos sola lo escribisteis, yo lo leo…”
Así podríamos seguir de belleza en belleza, de emoción en emoción. Lo cierto es que en lo femenino hay una presencia especial de lo divino que culminará en María, cuya gloria y grandeza cantan las Letanías por los siglos. La proximidad de la mujer a Dios está acentuada por la maternidad, por ese contacto con los misterios del ser que no deja de sobrecogernos por su poder y su vulnerabilidad a la vez.
En ese sentido, y aunque dejemos para la literatura los relatos ideales e idealizados, podemos reconocer que este mundo necesita cada vez más ser visto con ojos de mujer. ¿“Porque son más pobres, más sencillas” cómo diría mi amigo Chus Villarroel, están más abiertas a la Gracia..? Es bien posible. Lo que es cierto es que en ellas habita una hermosura que trasciende cánones de belleza normativos, que no tiene nada que ver con la atracción sexual, y que de alguna manera dignifica y engrandece al varón que es capaz de percibirla. Le acerca a Dios.
Es lo que yo pienso.
Y ahora permítanme que les exprese mi dolor y perplejidad ante lo que veo a diario. Consiste en una degradación ideológica que suele ser denominada con el adjetivo de género. Dicha ideología niega cuanto yo he expuesto; el porqué de su éxito escapa por completo a mi comprensión.
También afecta a la propia imagen de la mujer: esta es cada vez más identificada con “su figura”, y éste se percibe indefectiblemente en clave erótica. Esta traslación del idealismo a la carnalidad es, probablemente, uno de los dramas mayores que la sociedad vive desde los años 20 del pasado siglo, y en nuestros días lo invade ya todo. Podemos contemplar por doquier sus síntomas, desde la destrucción de la niñez (en las series infantiles las protagonistas se comportan como adultas) a la persistencia en unos hábitos sociales engañosos (ejemplarmente el flirteo), como modo privilegiado de relación entre los sexos.
La moda en el vestir se empeña en desproteger progresivamente el cuerpo femenino, en reconciliar su mente con la realidad de ser un mero objeto (“siéntete deseada” rezaba un anuncio publicitario reciente). Dichos hábitos están cada vez más integrados entre las niñas y chicas de las nuevas generaciones para las cuales ser “sexy” constituye un fuerte valor añadido… y para las cuales son precisamente las relaciones sexuales y la bebida los rituales de iniciación a la vida adulta.
Las consecuencias de este estado de cosas son terribles porque no son percibidas, por casi nadie, cristianos incluidos. Yo, que siempre me tuve por “abierto y moderno,” he tenido que reflexionar bastante para darme cuenta de que mini-shorts, camisetas de escote gigante o bikinis minimalistas, no son libertades para las mujeres, sino todo lo contrario.
”¿La belleza está en el interior”? ¿Cómo podemos ser tan hipócritas? ¿Cómo puede percibirse la belleza interior de una muchacha poco agraciada cuando todo en su entorno está diseñado para destacar el exterior? ¿Cómo hablar de logros en la integración cuando la presión por “conseguir novio” es continua en el entorno social y mediático?
La formación que estamos dando es sencillamente absurda.
Vuelvo a decirlo una vez más: el papel de los cristianos es crear una nueva cultura. Mientras estemos pendientes de problemas de segundo o cuarto orden, no conseguiremos ser esa sal que sala y luz que alumbra. Además habrá que ser valientes y no temer el ridículo ni el ostracismo por parte de nuestra sociedad (esa era una de las conclusiones del último libro del cardenal Martini).
Mientras tanto, rezo por mis hijas.
Un abrazo.
josuefons@gmail.com