Sábado, 23 de noviembre de 2024

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La persecución de los mejores

por Hablemos de Dios

                La muerte de Luz Amparo Cuevas, vidente de las supuestas apariciones de la Virgen María en Prado Nuevo, cerca del monasterio del Escorial, ha puesto sobre la mesa la existencia en la Iglesia de nuevas realidades eclesiales que muestran una gran vivacidad, y que al mismo tiempo son víctimas de una terrible y sistemática persecución. No quiero adelantarme a ningún juicio de la Iglesia sobre el origen sobrenatural de lo acaecido en Prado Nuevo. Por otra parte lo desconozco casi totalmente.

                El interrogante que me planteo es otro: independientemente de la posible intervención extraordinaria de la Madre de Dios, o de los dones y carismas de Luz Amparo Cuevas, ha surgido un movimiento espiritual de monjas y sacerdotes que se han puesto generosamente al servicio de Dios, de la Iglesia y del mundo a través, por ejemplo, del servicio a ancianos necesitados. Ahora bien, ¿Por qué han sido denunciados muchas veces ante los tribunales? Sin éxito alguno por parte de los denunciantes, todo hay que aclararlo. ¿Por qué se alzan gritos que los tachan de secta, de personas peligrosas, de dilapidadores de montañas de dinero? Los numerosos “mal pensantes” dirán: “si el río suena es porque agua lleva”, sin embargo creo que la respuesta es muy distinta.

                La historia de la Iglesia habla de persecuciones, de numerosos mártires, de contradicciones constantes, de enemigos de la Iglesia, tal como lo había profetizado Jesús. No me detengo aquí a poner las innumerables citas de los evangelios y otros lugares del Nuevo Testamento. Pero conviene subrayar que los más perseguidos fueron siempre los mejores, es decir, los que con mayor tenacidad daban testimonio de su fe, los que con mayor valentía denunciaban la injusticia, los que poniendo al servicio del evangelio singulares talentos, no podían, aunque quisieran, pasar desapercibidos, para alegría de los que compartían sus ideales e indignación de los que les adversaban. Recordemos a los primeros cristianos que se reunían en las catacumbas con peligro de sus vidas simplemente para participar en la celebración de la Eucaristía; en la mente brillante de S. Maximiliano Kolbe cuyo apostolado de la prensa llamó la atención de los nazis; a los innumerables católicos, obispos, sacerdotes y laicos que pagaron con la vida su coherencia cristiana durante las terribles persecuciones del siglo XX en España o Méjico.

                Si un movimiento católico languidece por la crisis de fe y sus pocos miembros a duras penas tratan de mantenerse en la fe con alguna corta oración y esporádicos encuentros de grupo, seguramente no será molestado por nadie. Si un sacerdote se esconde en su sacristía lamentándose de la frialdad y falta de compromiso de sus fieles, sin reparar en que el pastor adolece de la misma enfermedad de las ovejas, si evita en sus sermones los temas candentes y punzantes como los que se refieren a la moral sexual, a la defensa de la vida humana en el seno materno, etc. seguramente no será perseguido. Si el católico, por no resultar antipático, oculta su condición de creyente, no denuncia los males de este mundo y participa de la vida superficial y carnal del resto de la sociedad, ninguno le llamará la atención sobre su “rara” forma de pensar o actuar.

                En cambio, si un grupo grita contra las leyes injustas como la del aborto, se lamenta de la descomposición de la familia, de la vida relajada de la juventud, de la inmoralidad pública no sólo tolerada sino promovida y difundida; si dicho grupo se llena de vocaciones jóvenes y menos jóvenes que dejándolo todo y renunciando a las vanidades del mundo, abrazan una vida de austeridad y de servicio; si se hacen presentes en la sociedad de mil modos, si su acción se hace palpable y notoria; entonces serán tachados de fundamentalistas, sectarios, enemigos de la sociedad y se intentará borrar su nombre de la faz de la tierra. Si además, gracias a la generosidad de los buenos, pueden emprender obras de mayor peso como escuelas, hospitales, asilos, editoriales, librerías, etc.; entonces serán tachados de parásitos que chupan el dinero de la gente, ladrones forrados de millones. En fin, nadie se queja de los millones que se necesitan para mantener las universidades y los hospitales públicos, pero si dicho dinero lo administra alguien de la Iglesia, entonces es un escándalo.

                Con razón se dice que la persecución es signo de la autenticidad de una institución, pero no todos lo entienden así, pues, incluso dentro de la Iglesia, a algunos les duele que “otros” sean más notorios y fecundos, y en vez de alegrarse de la llama que calienta e ilumina, quisieran que todos estuvieran tan apagados como ellos mismos. 

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