Dios ama a los obreros de la última hora
Es la economía de Dios, en la que los pobres, las prostitutas, lo necio y lo poco sabio, toman precedencia en el reino de los cielos, y resultan tener más valor que los sabios, los cumplidores y los celosos de la ley.
Para mí esto es un misterio, a la vez que una constatación. Me imagino a Dios complaciéndose en sus criaturas, mirándolas con amor infinito y gozándose en ejercer de Padre, sin que le importen nuestros fallos, deficiencias ni las decepciones que podemos causarle.
Cuanto más uno camina más se da cuenta de que lo que realmente distingue a un cristiano no es ser más o menos virtuoso, hacer las cosas más o menos bien, responder más o menos a Dios. Al final lo que define a un cristiano es ser más o menos hijo.
Ser hijo es no tener reparo en pedir perdón, en que el padre te organice una fiesta matando un becerro, en que recoja los platos rotos de nuestra humanidad caída y nos invite a todos a su banquete sacándonos de caminos, lugares alejados y los últimos puestos.
Ser hijo es saberse necesitado, encontrado, redimido y perdonado, y vivir el cristianismo con la confianza de un niño que sabe que todo lo puede en Cristo, en una dependencia radical del Creador.
También ser hijo es reconocer a todos los hermanos, aquellos que aman al Señor que como todos también vacilan, y tener entrañas de misericordia y paciencia con todos sus desatinos, que al fin y al cabo son primos hermanos de los propios.
Lo contrario es querer ser uno de aquellos fariseos que se justifican con sus obras, con sus misas, con sus actos de piedad, y sin quererlo se van haciendo superiores al resto porque ellos sí cumplen. De esos polvos vienen los lodos de enfadarse con el padre cuando acoge al hijo pródigo, o atreverse a pedir una subida de sueldo cuando llega un trabajador de última hora y dadivosamente se le da lo mismo que a quien trabajó todo el día.
Qué paradójico resulta que el servicio a Dios, y la entrega a Él, genere una especie de soberbia y de orgullo de hacerlo bien que al final no hace más que impedir en vez de ayudar a ser mejores hijos.
Porque al final lo que está claro es que todo se trata de hacer la voluntad de Dios, y para eso contamos con su gracia pues es Él quien da el querer y el obrar. El misterio sigue siendo cómo conjugar nuestra libertad y limitación con su bondad y su gracia.
Y al final, la única conclusión que queda es uno tiene que dejarse redimir, entregarlo todo, y en la medida en la que deje que sea Dios el que actúe, que sea Él quien protagonice la vida del cristiano, podremos ser fieles siervos, aunque las más de las veces nos demos cuenta de que sólo alcanzamos a ser obreros de la última hora.
Se preguntarán qué tiene que ver esto con la evangelización, que viene a ser el tema central de este blog. Para empezar porque acaba junio, y con la lengua fuera miro para atrás y veo que si algo ha salido en este curso ha sido siempre en la última hora.
Uno piensa en los propósitos de principio de curso, en cómo soñó el año y al final se da cuenta de que Dios colmó expectativas, y te llevó por donde no esperabas. Y ahora toca recoger cosechas, aunque se haya trabajado sólo la última hora.
Pero no sólo es eso, en un orden más espiritual, la sensación de este momento en la Iglesia es que algo se está moviendo. Hay una nueva ola, que tiene que ver con la evangelización, y mi convencimiento es que al final, los protagonistas, serán quienes menos esperemos.
Es el estilo de Dios, quien está suscitando un ejército, y como en Ezequiel, reaviva huesos secos, esperanzas perdidas, iniciativas fracasadas, acordándose de lo perdido, lo descartado, lo humilde, lo recóndito.
No le duelen prendas en trabajar con gente cualquiera, como tú y como yo…sólo le pide una cosa a este ejército, la humildad de entender que la obra es suya, y la tremenda virtud de dejarse hacer y redimir.
Creo firmemente que vivimos un tiempo de gracia, que Dios está suscitando un cambio en su Iglesia, y que nos está llamando a una Nueva Evangelización, pero lo que quiere son nuestros corazones, suscitar fe en nosotros, y que le entreguemos la labor para poder cambiar las cosas.
Pero las reglas del cambio son las reglas de Dios, no las nuestras, tan llenas de criterios mundanizados de eficiencia, o tan aferradas a seguridades aparentemente espirituales como la propia santidad, que en el fondo esconden una cierta falta de humildad.
Por eso necesita quebrarnos, amasarnos y prepararnos. Por eso no le importa si somos obreros de última o la penúltima hora. A Dios le encanta sacar de donde no hay, para confundir a sabios y entendidos, recordándonos que la obra es suya y nosotros meros instrumentos inútiles que se potencian en Él.
Se buscan, por tanto, obreros de la última hora. Se admiten pescadores, publicanos, prostitutas y a todo aquel que quiera dejarse encontrar y gobernar por Dios. No es fácil encontrar estos obreros dispuestos a darle toda la gloria a Dios, pero están ahí, Él los conoce y se encarga de salir a buscarlos para hacer su labor.
¿Te animas a esta aventura de amor?