Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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El mayor incendio del mundo

por Lolo, periodista santo

Entre los escritos inéditos de Lolo, se encuentra un libro, con gran estilo periodistico, dedicado a comentar los sacramentos. Este artículo que hoy ofrecemos está muy relacionado con esa vida de la Iglesia que se nutre de la celebración de los sacramento. El libro inédito se titula: "Las siete vidas del hombre de la calle".

Rafael Higueras Álamo, Postulador

EL MAYOR INCENDIO DE LA HISTORIA

Muchedumbres abrasadas por un fuego incontenible

Cruzada, febrero 1960

Manuel Lozano Garrido

 

Ahora  mismo, en Harlem, cubre su primera ronda. La aguja inicia el tercer minuto de las cuatro. Al otro lado de la acera, una luz se ensancha escandalosamente en una ventana del piso octavo y en el silencio de la noche le llega apenas un débil y febril tecleo de máquina. Mentalmente anota en la agenda: “normalidad”. Y se pierde en la noche.

            Tras la ventana, el hombre polariza en las letras el latido ancho de su corazón. Ha sido de pronto, al pulsar la T, cuando sobre la cinta surge apenas el chispazo de un pedernal que prende y se ensancha por la cuartilla y el calco. En el cigarrillo, el mantel y los cortinajes, el fuego toma ya un cuerpo de coloso, con su lengua sinuosa y corrosiva. Luego, todo se ha hecho planetario, potente como una erupción solar, y arden los rascacielos, las avenidas, los “trust”…

            A su vez, desde Hong-Kong un teletipo puntea: “Toda la ciudad arde. El viento aviva las llamas. Se cree empezó en un consulado”.

            A la altura de Kenya, un mercante capta este mensaje, que interrumpe la emisión de una radio-escuela colonial: “Incendio en la selva, junto a refugio Mau-Mau. Propagación absoluta”.

            En Londres, el “Lloyd” se cuartea como un terremoto: “Teherán, Kuwai, las “pippe-linee” y los petroleros, consumidos. ¿Es el fin del mundo?”

EL ORIGEN DEL FUEGO

            Los hombres, ahora, nos sentamos en las sillas metálicas de las Agencias y minuto a minuto vamos copiando, con machaconería, los nombres de Eisenhower, Jruschef, Adenauer y Macmillan. Todo el ancho ritmo vital de pulsos, sirenas, hoces y martillos parece que no tiene otro cauce que ese embudo estrangulado que se llama “política”.

            Y, sin embargo, si permaneciéramos fieles a la misión de sincronizar el nervio de los acontecimientos, la cinta acusaría este cundir palpable y enorme del fuego de Dios, que va arraigando en los desiertos, las selvas, las grandes cumbres y las factorías como un ansia del amor de Dios por enriquecer el espíritu del hombre. Con más verdad que la constitución de un “cartel” o el anuncio de una conferencia de alto nivel se podría hablar de la actuación espectacular del Espíritu Santo y sus portentosas realizaciones. Un día es un pobre sacerdote que arranca miles de viviendas a la muerte fría de un niño, u otro que restaura el clima de hogar de unos desplazados; los más, en silencio, es una monja que se contamina investigando la lepra, el obrero que al doblegarse sobre la laminadora contagia un fulgor desconocido o el que tapia dolorosamente en los lagrimales la petición hambrienta de sus siete hijos. Y así, cada segundo, sin que caigamos en su categoría de portento, el hálito fuerte de Dios va pasando como un meteoro dejando un rastro de almas incandescentes.

MICHICO SHODA SE CASA

            Hace dos años, las revistas nos fueron desgranando detalles de esa primavera que, con la boda de Aki-Hito, se abría en el añoso tronco del Mikado. Uno piensa que hubiera estado bien ver al padre de Michico, que es católico, abrirse paso entre kimonos, lacas y crisantemos para subir al balcón de palacio y desde allí hablarle a los hombres rasgados del infinito amor de Dios y de su corazón que se les ofrece para la absoluta felicidad. Y ya, puestos a milagrear, estaría bien, a su vez, oír al Presidente de Ghana en la Conferencia de Acera remachando a Cristo como el gran liberador de la servidumbre y el único camino de salvación. Es maravilloso este espectáculo de un cielo abierto y el caudal del espíritu vertiéndose por entre luces brillantes.

            Este deseo se refrenda y aviva al ir deletreando la historia de la Iglesia primitiva, condensada en los Hechos de los Apóstoles. En el don de lenguas y los prodigios, en la valentía, la sutileza y aquella arrolladora propagación de la voz, se toca el afanar majestuoso del Espíritu que mueve la lengua de Pedro, derrumba a Pablo y acaricia ojos y tímpanos antes tapiados para la vida.

            La verdad es que la santificación tiene hoy la misma potencia e idénticas ayudas que en el recinto de Pentecostés. La Iglesia, ya propagada, diluye en su Cuerpo amplio la misma fuerza comprimida en doce hombres; Lourdes recrea los portentos; Joaquina de Vedruna recibe su diploma de apta para la minoría de Dios y Newman, Carrel, Bernanos y Morente saltan a la verdad desde un maremágnum de tinieblas.

A CORAZÓN PARADO

            Ahora, el “milagro” llega con olor de tinta fresca. En Barcelona, un tumor de laringe le ha jugado a Juan Garrigolas una buena pasada sobre la mesa de operaciones. Catorce minutos llevaba ya inerte su corazón cuando el cirujano hubo de intentar la mayor aventura de su carrera. El bisturí zanjó con rapidez y una mano metida por entre las costillas arqueó los dedos para retener la vida que se le fugaba como un raterillo. La mano amasó y amasó la víscera con la fuerza de una mañana generacional y de pronto la presión llamó de nuevo y otra vez el pulso se hizo cadencia y alegría.

            Con los progresos de la ciencia hemos de reedificar nuestro concepto de la muerte. Ahora ya hemos de plantear las cosas diciendo que en Juan Garrigolas quedó la vida circunstancialmente en reposo, esperando sólo el recurso de la ciencia.

            Como en lo humano se han movido los dedos del doctor Güix, así actúa sobre cada alma el pensamiento santificante de Dios. La presencia del Espíritu es como el agitarse de la mano grande, mayúscula, del Creador, que se recrea en el ritmo sonoro de las almas y en su golpe seguro y viril.

            A la Confirmación, el canal específico para el soplo de Dios, se le podría llamar al lado de acá de la frontera cristiana, superando una existencia biológica, pero también con sólo esta ayuda sacramental quedamos nada más enquistados y viviendo tenuemente un cristianismo vegetativo. Ir a la Felicidad rehusando el cable de amor que se nos tiende, es elegir la alpargata y el camino de herradura teniendo a disposición un “Vampire” o un “Sabre”. Entre la pila bautismal y la unción carismática hay toda la diferencia que existe entre un derecho reconocido y un acto vivo y operante, entre un corazón que da su golpe escueto, matemático, y el que se acelera por la invasión de la bondad, la gracia y la armonía que nos producen un niño inocente, los naranjos en flor o las pupilas inefables de una chica bella. Pienso en ese señor que relata académicamente en una tertulia y luego le sigue el muchacho que tiene salero, que tiene un “aquel”. La acción del Espíritu es como una plenitud e, incluso, como una superación divinizada de nuestra capacidad afectiva: la gracia, el “ángel”, todo junto y desbordado. Oímos un latido y es nuestro latido, pero con un “no sé qué” que es de Dios.

LA SEGUNDA CREACIÓN

Por mucho que la vida nos zarandee, nunca agotaremos nuestra capacidad de asombro. La sorpresa, el Creador la ha ido desperdigando por nuestro camino y en cualquier reborde nos cruza su cara grande y redonda. A los detalles que se nos entreabren de Dios uno tiene que tributarle el reconocimiento de lo inesperado y maravilloso. Así, jamás podremos agotar la riqueza de su humanización, esa encarnación indefinida que empieza en un pesebre y se remonta hasta una Cruz, prodigándose en recursos, como éste de los sacramentos, por los que se nos canaliza la gracia de Dios a través de unas marcas sensibles.

            Pensando en el fuego, el bálsamo, el perfume, las manos y la cruz, la Confirmación nos afianza en la idea de una segunda Creación. Sin que la obra generacional pueda tener sombras, en la Confirmación se centra un dulce y poderoso trabajar y ultimar el alma. Se diría que el hacer divino necesitaba coronarse sobre la cooperación voluntaria del hombre mediante su libertad. Todos los frutos del crisma santo tienen en el umbral la marca de un “fiat”. Sobre él Dios conmueve los cielos y surge la centella que tiene como meta la diana de un corazón. La paz, la sabiduría, la clarividencia, el amor, la fortaleza, la fe van floreciendo en el huerto de nuestra alma siempre sobre el lenguaje de lo palpable.

DALÍ Y EL SURREALISMO

            A un crítico le he leído que a la Madonna de Port-Lligat muchos no la entienden porque vamos perdiendo nuestra capacidad de símbolo. No sé qué habrá en ello, pero Cristo sí quiere que estas cosas que tocan a diario nuestros sentidos –el arado, el pez, el aroma, la llama-, nos dicten también entre alegrías, sudores y lágrimas, el camino de la felicidad y la certidumbre de una plenitud gozosa en Dios. Por esto, si la santificación tiene caminos inverosímiles, su pórtico oficial, concreto, es la Confirmación, y todos los dones se nos infunden en su momento por el camino tangible. Si algún día hemos de redondear nuestro fruto de espiritualidad sobre la palma de Dios, el punto de origen estará en las manos extendidas de un Obispo, utilizado por el Señor como acequia de santidad. En el preciso momento en que él nos cubre, las manos creadoras se estarán moviendo con la misma fiebre y la misma ansia que sobre la arcilla original. Allí se nos dará la unción, la señal de nuestra elección, para difundir el Reino; el bálsamo, que es como un mandato de la emanación de Dios que ha de ser nuestra vida la Cruz, nuestra enseña de triunfo…

            Si el Espíritu Santo es el gran desconocido, hemos de reconocer que su Sacramento, la Confirmación, está aún virgen para la mayoría de los cristianos y, por tanto, inédito al tamiz de santificación por el que debemos pasar todo el vivir.

OLOR A CRISTO

            Ya, con este cliché, es bueno volver a lo cotidiano y pulsarle a los hechos su auténtica fisonomía. En la primavera de 1960, alguien escribe desde un sanatorio: “Vivo siempre esperando. Sé que algún día Él ha de venir y entonces no habrán sido vanos estos catorce años de tener a la vida dolorosamente sobre la carne”. En hogares, talleres, celdas, hospitales y aun entre semáforos, un dulce aroma expande cada minuto de entre las vulgaridades de los días. Es el “Misterioso Perfume de la Perfección”, el “buen olor de Cristo”, que levanta en los santos, ladrillo a ladrillo, el edificio glorioso de Dios.

 



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