Europa, mi hija Lidia y la reina de las hadas
El otro día, mientras peinaba su larga cabellera castaña, oía a mi hija Lidia leer el cuento de “El lago de los cisnes” en voz alta. Escuchando la clásica trama de princesas encantadas, bosques, fiestas y lagos, una vez más las viejas imágenes de mi propia infancia me venían a la cabeza: no sé que tiene la voz de los niños que puede hacer nuevas, una vez más, las cosas de siempre.
Siguieron más cuentos, cuentos de nieves, de Navidades, de familia, de árboles con luces, de juguetes e ilusiones. Ese paraíso, que, una vez perdido, seguimos buscando de mil formas, cada vez más complicadas, el resto de nuestra vida… Pero no quería hablar hoy de eso. Al oír las antiguas historias, los arquetipos que representa cada imagen o personaje (estudiados con tanto ahínco por el viejo Bruno Bettelheim), tenía la sensación de escuchar algo parecido al rumor lejano de un mundo que se va, destinado a perderse en sus propias brumas para siempre… ¿Cómo evitar entonces la melancolía?
Pienso en la vieja Europa. Pueden creerme que no soy uno de esos que creen en la supremacía cultural de unas sociedades sobre otras. No me importa tanto el declive político o incluso económico de nuestro Continente: es ley de la Historia y las cosas han sido siempre así. Lo que me entristecía escuchando los cuentos del otro día es pensar en el inmenso tesoro que en sensibilidad, conocimiento, belleza, experiencia de Dios y sufrimiento hemos atesorado en esta tierra, desde los Urales a los acantilados de Irlanda, desde Cabo Norte a Tarifa, y que parece destinado a morir en manos de “un dios menor”. Esa nueva divinidad tiene valores diferentes: se guía por lo práctico, lo tangible, lo inmediato, lo material. Obviamente crea un nuevo tipo de hombre bastante simple: Marcuse lo describió muy bien ya en los años 60 y, desde entonces se ha escrito de todo sobre él, sin conseguir cambiar un ápice el modelo.
El “hombre unidimensional” está fascinado por una pequeña aplicación descargada para su Iphone o por las proezas de un equipo de fútbol, por una fiesta con sus amigos, por modelos de personas bien visibles y apetecibles, aunque sean puros sueños de Photoshop. Sus ilusiones casi siempre pueden comprarse…
Y, así las cosas, de verdad que queda muy poco sitio para lo que fue nuestro un día. Me da pena por Cervantes y por Schubert, por Rodin y Tolstoi, por Blancanieves y El Cascanueces, por ese cuadro conmovedor de Isabel de Portugal pintado por Tiziano en el que (me he fijado) pocos reparan en El Prado. Sé que casi nadie leerá las Elegías de Duino ni se emocionará con un soneto de Auden. ¿Habrá en los próximos siglos un teólogo que se atreva a escribir algo semejante algo a la Gloria de von Balthasar, o un filósofo que recoja el pensamiento de Heidegger para atreverse a llevarlo unos metros más allá?
Si un intelectual al uso de los nuevos tiempos leyera esto que escribo, probablemente me diría que es la lógica de la “evolución social” y que el acerbo cultural de Occidente está bien custodiado en los departamentos de Universidades americanas y asiáticas. Allí harán tesis sobre él chicos muy listos, que visten bermudas y beben coca-cola. Lo diseccionarán y sacarán conclusiones increíbles de una cantata de Bach utilizando programas informáticos de cuantificación simétrica… Pero yo sé, usted sabe, él sabe que no se trata precisamente de eso, ¿verdad?
Soy docente, y también sé que los programas de estudio inciden cada vez más en un saber técnico, que “prepare a los estudiantes mejor para insertarse en el mercado laboral”. Es la consecuencia de la carrera de la globalización, donde todos compiten con todos en el desarrollo tecnológico, en los modelos productivos y financieros cada vez más eficientes y en el crecimiento económico ilimitado. No importa que nadie sepa para qué es la carrera o a dónde lleva. La nueva cultura adopta tintes cada vez más propios de una religión laica, cuyos dogmas no se discuten. Así que todo se reduce a medias, créditos y notas de corte. Y el conocimiento de siglos se enlata, se etiqueta y se consume como las patatas fritas de bolsa. Les puedo asegurar que no se entiende, ni se disfruta. También les puedo asegurar que yo no quiero eso para mi hija Lidia que lee cuentos clásicos a la par que disfruta de las memeces de Disney Channel y que ya me ha pedido que le compre una Nintendo para jugar. Pero no sé cómo hacerlo, de verdad.
Este post me está saliendo muy personal. Bueno, espero que me perdonen.
Les confieso que me siento cada vez más viejo, y, en cierto sentido, más fuera de lugar. Solo sé que ya me es casi imposible compartir con otro que, algunas noches, las lágrimas me ruedan por las mejillas cuando medito en un verso del Cantico Espiritual, o cuando un director o un pianista dan un matiz que nunca había descubierto a concierto de Mozart. Hoy por ejemplo, en mi jardín ha brotado una rosa que ya quisiera para su corona la Reina de las Hadas: puedes pasar muchos minutos viéndola sin perder el tiempo. No me considero para nada un alma exquisita, pero eso es lo que hay.
A veces me consuelo pensando en una Europa rejuvenecida, con muchas bicis y con chicas leyendo tranquilas en los parques. Con macetas en las ventanas de las casas y sonidos de cuartetos o de acordeones saliendo por las ventanas. Con menos obsesión por tener cosas, con menos coches y en la que casi nadie hablara de economía. Donde la gente jugara más al fútbol y hablara menos de él. Con corazones de enamorados grabados con paciencia en los árboles, con más niños jugando con sus padres y con menos viejos solitarios.
De momento, trabajo bastante y pienso mucho. Procuro no sentirme triste (¡cómo no tener esperanza en este tiempo!) sabiendo que, como decía Juliana de Norwich, ¡al final todo saldrá bien, muy bien!
Eso no quita para que frecuentemente me sienta en este mundo “como un pulpo en un garaje”, y perdonen la expresión.
Un abrazo.
josuefons@gmail.com