El drama de los grupos cerrados en la Iglesia
por Josue Fonseca
Hay quien dice que los movimientos y las nuevas comunidades son, ante el declive manifiesto de las parroquias, el futuro de la Iglesia en el mundo Occidental. Yo soy un hombre de comunidad, pues fue en ella donde me encontré con el Señor (y no en la parroquia, desgraciadamente), así que en principio estoy de acuerdo con esa afirmación.
El problema es que no del todo.
El porqué es sencillo. Hay algo que me preocupa muchísimo de numerosas comunidades y movimientos (aunque no sólo de ellos, como diré ahora), es una tentación más vieja que la propia Iglesia y que veo avanzar de forma especialmente preocupante en España: me refiero a la cerrazón; la ilusión del ghetto.
En las últimas décadas hemos visto el crecimiento espectacular de algunos Movimientos y corrientes de espiritualidad; en dicho crecimiento no puedo dejar de ver la huella del Espíritu, pero también percibo en su interior, y entre tantos frutos, una realidad anormal. Miren, siempre están a lo suyo: “su”, teología, “sus” canciones, su “liturgia”, “su” fundador. ¡Y se podría comprender hasta un punto! Jean Vanier señala que cuando nace una nueva comunidad, estar un tanto pagada de su belleza constituye un paso normal en el crecimiento: una especie de “narcisismo adolescente institucional”. Pasados muchos años, tales síntomas son ya más preocupantes. Por ejemplo, no puedo concebir que un determinado grupo, no invite nunca (o casi nunca: es igual) a oradores distintos de los suyos en sus encuentros. Que nunca visite a otros para aprender algo, aunque solo sea un poquito. Que permanezca continuamente cerrado en determinados libros, ideas, comportamientos y pautas. Que no sienta la necesidad de estar con otros, de convivir con otros, de contrastar con otros. No voy a mencionar ningún nombre, pero si estas actitudes son demasiado fácilmente identificables y sencillas de adjudicar, es porque, de alguna manera, están en la mente de todos.
Estos hermanos nuestros crean su propia visión de la Iglesia, la sociedad y el mundo. Son como estanques sin olas en los que nunca pasa nada imprevisto, ni se cuestiona abiertamente nada fundamental: por fuera parecen bellos, pero en su interior el agua permanece peligrosamente retenida. A veces estallan por escándalos manifiestos, por pecados que hubieran debido ser corregidos en una dinámica de transparencia y verdad, y cuando lo hacen, suele ser a costa de un reguero de vocaciones rotas, de fes destrozadas y de vidas perdidas para siempre.
Personalmente opino que hay que ser maduro y no escandalizarse de la miseria humana. De eso en la Iglesia sabemos (lo digo con modestia) más que nadie. Pero, ¿no consistirá el verdadero escándalo más bien en permitir una manera de vivir la fe cerrada, alejada de la transparencia que reclama el Evangelio?
La tentación puede estar presente en todas las instancias de la vida de la Iglesia. Hay curas que ejercen un control total en sus parroquias, con sus “líneas” y “pastoral” en las que ni siquiera su obispo puede entrar, hay laicos que intentan hacerse de un pequeño grupo de “fieles” seguidores en cualquier lugar. Puede haber prelados encerrados en lenguajes, actitudes y concepciones sobre las cosas, que cada vez tienen menos que ver con la vida de la gente real.
Los grupos cerrados en la Iglesia son parecidos a las célebres sociedades de Oxford y Cambridge, donde se citaba continuamente a los clásicos y a Shakespeare, y hasta se hablaba inglés de una peculiar manera. Sí, los grupos cerrados crean su propia visión del mundo y su terminología particular: una forma de cultura que va de los dogmas a los chistes. En cierta medida siempre hay un concepto entre ellos (mucho, poco o nada justificado) de pertenecer a una “élite”. Cierto o falso, lo cierto es que dichas y autoproclamadas “élites”, “restos” o “reservas espirituales” se sitúan cada vez está más lejos de los problemas verdaderos de la gente, y son cada vez más incapaces de ofrecer una salvación, un testimonio o una verdad que las personas normales gente pueda entender, o en la que puedan creer.
Jean Delumeau hablaba en uno de sus más famosos libros del complejo de cité assiégée. Es característico de estos colectivos, clericales o seculares, sentirse en permanente “estado de sitio” respecto a un mundo básicamente concebido como malo, al que entienden cada vez peor (aunque hablen de continuo de él) y que desde luego ya no los comprende en absoluto a ellos. Desde esta perspectiva, intentar dar consejos morales o pretender evangelizar, constituye una evidente quimera. Invocar con una actitud así el nombre de Jesús, el Señor, que vivió entre, por y para la gente, puede llegar a ser casi blasfemo.
La Iglesia nos recuerda a todos la necesidad de asumir hasta el final “las alegrías, esperanzas, tristezas y angustias de los hombres”. Eso implica por fuerza abrirse, conectarse, replantearse, las propias ideas, los esquemas asumidos desde siempre: tender la mano es siempre más costoso que guardarla en el bolsillo. Predicar desde el propio sillón es más confortable que subir a la Cruz.
Pero Dios nos libre.
Un abrazo a todos.
josuefons@gmail.com