La impopularidad de la Iglesia: problemas de imagen.
por Josue Fonseca
Las encuestas son machaconas y no hacen sino confirmar lo que todos los que vivimos metidos de lleno en el mundo secular sabemos de sobra: la Iglesia pierde credibilidad. En los últimos 10 años el número de quienes se dicen católicos ha bajado a un ritmo del 1% anual, y de entre ellos, el porcentaje de practicantes ha descendido del 21% al 12% entre 2000 y 2010.
La valoración de la institución cae hasta extremos históricos, sobre todo entre los jóvenes. A quienes nos movemos diariamente entre ellos no nos hacen falta las encuestas para saber que, sencillamente, la mayoría ni la alaban ni la critica: simplemente la considera una cosa absolutamente ajena a sus vidas, en las que no influye ni positiva ni negativamente. Quiero añadir que tengo alumnos (escasos eso sí) que acudieron a las JMJ de Madrid, que participan en grupos de Confirmación, incluso… y que no se diferencian en absoluto del resto.
Sin pecar de parcialidad, resulta obvio que nos encontramos ante una situación totalmente injusta: posiblemente no existe ninguna otra realidad que haga más por la Humanidad, tanto en el aspecto material como en el espiritual. Sin embargo, por diferentes razones, está claro que esto no es percibido así por la mayoría de las personas. En estos dos artículos vamos a intentar desentrañar (modestamente y en líneas muy generales), cuáles pueden ser algunas de estas causas, y las respuestas que podríamos irles dando poco a poco para que la luz salga debajo del celemín y alumbre mejor a los que vivimos en este casa que es el mundo actual.
Comencemos por el tema de la “imagen”. Un santo obispo me lo decía una vez: “…hagamos lo que hagamos, al mundo siempre le va a parecer mal, siempre va a estar en contra nuestra”. Este es un primer punto de partida y es cierto. Resulta evidente, además, que existen hoy lobbys muy poderosos que perciben en la Iglesia una suerte de enemiga natural, y que dedican sus influencias a denigrarla y calumniarla, algo que, a la larga, va calando negativamente en la sociedad. Es obvio que esto existe, y también lo es que debemos ser “astutos como serpientes” y dar respuestas adecuadas desde los principios del Evangelio.
Pero hoy no quería hablar de eso, sino del sentimiento de “ciudad sitiada” (como diría Jean Delumeau), que parece crecer en los últimos tiempos y que puede impedirnos asumir aquello que sí estaría en nuestra mano cambiar. Está claro que tenemos fallos, que no sabemos “vender” el producto maravilloso que es el Evangelio del Señor Jesús.
Pongamos algunos ejemplos. Hace poco un medio publicaba el elevado precio de ciertas prendas y complementos que usan algunos príncipes de la Iglesia. Continuamente tenemos que oír la cantinela de las supuestas “riquezas del Vaticano”. De nada sirve, me pueden creer, que uno aporte cifras. No vale publicar los magros sueldos de curas y obispos, o el testamento (impresionante por la pobreza en que vivió) de Juan Pablo II. O demostrar que la Iglesia gasta sumas enormes en ayudar a los desfavorecidos. Da igual. La gente ve los palacios arzobispales, los ropajes suntuosos y a algunos cardenales yendo en Mercedes. Ve las grandes manifestaciones, las autoridades civiles al lado de las eclesiásticas, las medidas de seguridad, las disposiciones jerarquizadas en los acontecimientos. Una imagen de Poder, en definitiva que contribuye a arraigar progresivamente el mito, en una sociedad que se entusiasma cuando Obama se presenta en mangas de camisa, canta sin rubor American Pie, y come en un McDonalds, como cualquier americano. Cualquiera que esté a pie de calle sabe lo cierto que es esto.
Por eso mismo podemos preguntarnos: ¿merecen todas esas cosas, por muy arraigadas que estén en la tradición (con minúsculas) el escándalo que causan? Creo que en los ropajes, adornos, en los objetos litúrgicos y en las ceremonias debemos dar una imagen de sencillez y pobreza que no son un menoscabo para la dignidad del culto ni de la liturgia, sino todo lo contrario. Una percepción minimalista (como la que predomina hoy en los ambientes seculares) comprende muy mal la ostentosidad del barroco tridentino, que sigue dominando el ritual de la Iglesia latina en más aspectos de los que parece.
¿Cómo son nuestros templos, nuestras celebraciones? ¿Qué transmiten nuestros cantos? ¿Realmente hay algún niño que considere que una eucaristía dominical normal es “una fiesta muy alegre” (como dice una canción más bienintencionada que afortunada)? Debemos comprender de una vez que el paradigma de la postmodernidad no es el discurso, sino la imagen, que el medio es el mensaje (como decía McLuhan, en una de las frases más lúcidas de toda la historia contemporánea). Creo que somos los últimos en asumir algo que todas las instituciones económicas, políticas y culturales de nuestra sociedad llevan décadas practicando, y ahí empieza uno de nuestros principales desencuentros con el mundo actual.
Un sacerdote me decía muy seriamente una vez que en un sínodo provincial se había concluido, tras discutirlo muy seriamente, la idea de que “las guitarras estaban bien para convocar, pero no para celebrar”. Por seguir con la rima solo puedo decir que yo no sabía si reír o llorar. ¿No es acaso por confundir la “dignidad” del culto con el uso de estilos decimonónicos, que ya no significan nada para los hombres de hoy, por lo que estos desertan cada vez más de nuestras celebraciones?
Haríamos bien en aprender de anuncios como los de Coca-Cola, por ejemplo, que expresan magistralmente la conexión de la marca con la mentalidad actual (de ahí su éxito), para recorrer ese camino que nos separa, cada vez más, de los hombres de hoy… Haríamos bien en meditar acerca si nuestras celebraciones, nuestras ropas, nuestro aspecto, transmiten un mensaje de alegría, sencillez y esperanza, o si por el contrario, lo dificultan.
Hay quienes creen que el problema de la Iglesia está en el “rigor” de su doctrina, que habría que acomodar la moral a las costumbres de la actualidad. Se equivocan. El problema no es cambiar la verdad, sino mostrarla de una forma entendible, y es eso justamente lo que no se está haciendo. Otros tienen miedo de que comencemos transformando costumbres, formas y ritos, y acabemos cuestionando los dogmas. Creo que se equivocan también: cuando las tradiciones históricas se colocan al mismo nivel que las verdades fundamentales, la perversión del verdadero sentido de la religión es inevitable. Es lo que Jesús denunció repetidas veces de la fe farisea. Por último, hay quienes desean enterrarse definitivamente en el ghetto, y olvidarse del resto de los hombres. Anhelan volver a supuestas formas y certezas inmutables de siempre, olvidándose de una Historia humana que son incapaces de entender ya y que les supera. Me parecen los nuevos judeocristianos, los que amargaban tanto a Pablo, los que no eran capaces de ver la nueva libertad y el nuevo desafío que significaba el cristianismo.
Si nos olvidamos de la sociedad actual y sus exigencias, si dejamos de lado la interpelación que suponen sus alegrías y tristezas, sus esperanzas y angustias, si no conseguimos ofrecer una imagen que sea un signo para los hombres y mujeres de hoy, con originalidad y valor, corremos el riesgo de convertirnos en in-significantes, de renunciar a nuestra más sagrada identidad que es la de ser Sacramento Universal de Salvación.
Sal que no sala, destinada a ser pisoteada. Decía Corneille en Le Cid :“sin riesgo en la lucha, no hay gloria en la victoria”. Ni siquiera Gloria eterna. Continuaremos si Dios quiere. Que Él les bendiga.
La valoración de la institución cae hasta extremos históricos, sobre todo entre los jóvenes. A quienes nos movemos diariamente entre ellos no nos hacen falta las encuestas para saber que, sencillamente, la mayoría ni la alaban ni la critica: simplemente la considera una cosa absolutamente ajena a sus vidas, en las que no influye ni positiva ni negativamente. Quiero añadir que tengo alumnos (escasos eso sí) que acudieron a las JMJ de Madrid, que participan en grupos de Confirmación, incluso… y que no se diferencian en absoluto del resto.
Sin pecar de parcialidad, resulta obvio que nos encontramos ante una situación totalmente injusta: posiblemente no existe ninguna otra realidad que haga más por la Humanidad, tanto en el aspecto material como en el espiritual. Sin embargo, por diferentes razones, está claro que esto no es percibido así por la mayoría de las personas. En estos dos artículos vamos a intentar desentrañar (modestamente y en líneas muy generales), cuáles pueden ser algunas de estas causas, y las respuestas que podríamos irles dando poco a poco para que la luz salga debajo del celemín y alumbre mejor a los que vivimos en este casa que es el mundo actual.
Comencemos por el tema de la “imagen”. Un santo obispo me lo decía una vez: “…hagamos lo que hagamos, al mundo siempre le va a parecer mal, siempre va a estar en contra nuestra”. Este es un primer punto de partida y es cierto. Resulta evidente, además, que existen hoy lobbys muy poderosos que perciben en la Iglesia una suerte de enemiga natural, y que dedican sus influencias a denigrarla y calumniarla, algo que, a la larga, va calando negativamente en la sociedad. Es obvio que esto existe, y también lo es que debemos ser “astutos como serpientes” y dar respuestas adecuadas desde los principios del Evangelio.
Pero hoy no quería hablar de eso, sino del sentimiento de “ciudad sitiada” (como diría Jean Delumeau), que parece crecer en los últimos tiempos y que puede impedirnos asumir aquello que sí estaría en nuestra mano cambiar. Está claro que tenemos fallos, que no sabemos “vender” el producto maravilloso que es el Evangelio del Señor Jesús.
Pongamos algunos ejemplos. Hace poco un medio publicaba el elevado precio de ciertas prendas y complementos que usan algunos príncipes de la Iglesia. Continuamente tenemos que oír la cantinela de las supuestas “riquezas del Vaticano”. De nada sirve, me pueden creer, que uno aporte cifras. No vale publicar los magros sueldos de curas y obispos, o el testamento (impresionante por la pobreza en que vivió) de Juan Pablo II. O demostrar que la Iglesia gasta sumas enormes en ayudar a los desfavorecidos. Da igual. La gente ve los palacios arzobispales, los ropajes suntuosos y a algunos cardenales yendo en Mercedes. Ve las grandes manifestaciones, las autoridades civiles al lado de las eclesiásticas, las medidas de seguridad, las disposiciones jerarquizadas en los acontecimientos. Una imagen de Poder, en definitiva que contribuye a arraigar progresivamente el mito, en una sociedad que se entusiasma cuando Obama se presenta en mangas de camisa, canta sin rubor American Pie, y come en un McDonalds, como cualquier americano. Cualquiera que esté a pie de calle sabe lo cierto que es esto.
Por eso mismo podemos preguntarnos: ¿merecen todas esas cosas, por muy arraigadas que estén en la tradición (con minúsculas) el escándalo que causan? Creo que en los ropajes, adornos, en los objetos litúrgicos y en las ceremonias debemos dar una imagen de sencillez y pobreza que no son un menoscabo para la dignidad del culto ni de la liturgia, sino todo lo contrario. Una percepción minimalista (como la que predomina hoy en los ambientes seculares) comprende muy mal la ostentosidad del barroco tridentino, que sigue dominando el ritual de la Iglesia latina en más aspectos de los que parece.
¿Cómo son nuestros templos, nuestras celebraciones? ¿Qué transmiten nuestros cantos? ¿Realmente hay algún niño que considere que una eucaristía dominical normal es “una fiesta muy alegre” (como dice una canción más bienintencionada que afortunada)? Debemos comprender de una vez que el paradigma de la postmodernidad no es el discurso, sino la imagen, que el medio es el mensaje (como decía McLuhan, en una de las frases más lúcidas de toda la historia contemporánea). Creo que somos los últimos en asumir algo que todas las instituciones económicas, políticas y culturales de nuestra sociedad llevan décadas practicando, y ahí empieza uno de nuestros principales desencuentros con el mundo actual.
Un sacerdote me decía muy seriamente una vez que en un sínodo provincial se había concluido, tras discutirlo muy seriamente, la idea de que “las guitarras estaban bien para convocar, pero no para celebrar”. Por seguir con la rima solo puedo decir que yo no sabía si reír o llorar. ¿No es acaso por confundir la “dignidad” del culto con el uso de estilos decimonónicos, que ya no significan nada para los hombres de hoy, por lo que estos desertan cada vez más de nuestras celebraciones?
Haríamos bien en aprender de anuncios como los de Coca-Cola, por ejemplo, que expresan magistralmente la conexión de la marca con la mentalidad actual (de ahí su éxito), para recorrer ese camino que nos separa, cada vez más, de los hombres de hoy… Haríamos bien en meditar acerca si nuestras celebraciones, nuestras ropas, nuestro aspecto, transmiten un mensaje de alegría, sencillez y esperanza, o si por el contrario, lo dificultan.
Hay quienes creen que el problema de la Iglesia está en el “rigor” de su doctrina, que habría que acomodar la moral a las costumbres de la actualidad. Se equivocan. El problema no es cambiar la verdad, sino mostrarla de una forma entendible, y es eso justamente lo que no se está haciendo. Otros tienen miedo de que comencemos transformando costumbres, formas y ritos, y acabemos cuestionando los dogmas. Creo que se equivocan también: cuando las tradiciones históricas se colocan al mismo nivel que las verdades fundamentales, la perversión del verdadero sentido de la religión es inevitable. Es lo que Jesús denunció repetidas veces de la fe farisea. Por último, hay quienes desean enterrarse definitivamente en el ghetto, y olvidarse del resto de los hombres. Anhelan volver a supuestas formas y certezas inmutables de siempre, olvidándose de una Historia humana que son incapaces de entender ya y que les supera. Me parecen los nuevos judeocristianos, los que amargaban tanto a Pablo, los que no eran capaces de ver la nueva libertad y el nuevo desafío que significaba el cristianismo.
Si nos olvidamos de la sociedad actual y sus exigencias, si dejamos de lado la interpelación que suponen sus alegrías y tristezas, sus esperanzas y angustias, si no conseguimos ofrecer una imagen que sea un signo para los hombres y mujeres de hoy, con originalidad y valor, corremos el riesgo de convertirnos en in-significantes, de renunciar a nuestra más sagrada identidad que es la de ser Sacramento Universal de Salvación.
Sal que no sala, destinada a ser pisoteada. Decía Corneille en Le Cid :“sin riesgo en la lucha, no hay gloria en la victoria”. Ni siquiera Gloria eterna. Continuaremos si Dios quiere. Que Él les bendiga.
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