Domingo, 24 de noviembre de 2024

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Navidad franciscana

por Santiago Martín

Tras el importantísimo mensaje a la Curia Vaticana, del que hablé la semana pasada, Su Santidad el Papa aprovechó la siguiente oportunidad que tuvo -apenas dos días más tarde, en la Misa del Gallo- para hacer un himno a la humildad y una apelación contra la soberbia.

 Apoyándose en los escritos y en la experiencia espiritual de San Francisco de Asís, Benedicto XVI se refirió al significado profundo de la aparición del Hijo de Dios, del Todopoderoso, en la humildad de la cueva de Belén y como un niño recién nacido. Recordó que, por motivos de seguridad, la antigua gran puerta que daba acceso a la basílica de la Natividad en Belén ha sido tapiada casi en su totalidad para dejar un pequeño acceso de apenas metro y medio de alto, lo cual obliga forzosamente a inclinarse para cruzarlo.

"Quien desea entrar en el lugar del nacimiento de Jesús, tiene que inclinarse" afirmó-. Me parece que en eso se manifiesta una cercanía más profunda, de la cual queremos dejarnos conmover en esta Noche santa: si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo de nuestra razón «ilustrada». Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios. Hemos de seguir el camino interior de san Francisco: el camino hacia esa extrema sencillez exterior e interior que hace al corazón capaz de ver. Debemos bajarnos, ir espiritualmente a pie, por decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a Dios, que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios que se oculta en la humildad de un niño recién nacido".

Humildad, por lo tanto. Esa humildad franciscana que no está reñida con la razón sino que parte del reconocimiento de Dios como Dios y del hombre como hombre. Yo no soy Dios, debe ser nuestro punto de partida. Sólo así podremos entender en toda su plenitud el amor infinito de Dios por nosotros. Sólo así podremos disfrutarlo y sentirnos afortunados por él. Sólo así podremos agradecerlo. Yo no soy Dios, ni quiero serlo, ni puedo serlo. Pero eso no significa que no sea nada. Soy una criatura amada por Dios y, por el bautismo, soy un hijo adoptivo de Dios. Estoy llamado a la santidad y a la plenitud de la felicidad que, precisamente el amor misericordioso que Dios me tiene, va a hacer posible. De ahí mi alegría. Sólo el humilde puede agradecer y sólo el que agradece puede estar alegre y ser plenamente feliz. Esta es la lección de la Navidad que el Papa nos ha querido recordar este año.

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