La Encarnación, tremendo Big Bang navideño
A mi esto de la Navidad me hace pensar mucho en todo lo que de encarnado tiene el cristianismo. Ayer por la tarde tuvimos unos amigos de visita en casa y acabamos compartiendo un delicioso momento de oración que fue de lo más navideña, por más que no nos dedicáramos a cantar ningún villancico.
Para empezar la oración iluminamos todo con las luces del Nacimiento y un par de velas, a lo que añadimos un precioso regalo que hemos recibido en este Adviento de una parroquia que nos es muy querida.
El regalo era un cirio con la Luz de Belén. Resulta que los Scouts, cuando llega la Navidad, tienen por costumbre hacer una ceremonia en la misma basílica de Belén donde se enciende una vela que viaja por todo el mundo sin apagarse, para ser transmitida a miles de millares de velas que acaban en los hogares de los cristianos.
Como la parroquia donde se entregó la luz nos quedaba lejos, le pedimos al párroco un cirio que nos durara todo el viaje hasta casa para no perder la llama, y el cirio que nos dio además había servido como cirio del Santísimo.
Así que la presencia de Dios era doble, con la luz que venía de Belén donde nació y el cirio que había estado al lado del tabernáculo en el templo en su presencia. Como la hemorroísa que tocó la orla del manto de Jesús, o aquellos que sanaban con tocar la sombra de Pedro, tener el cirio era un querer palpar la presencia de Dios allá por donde había pasado.
Aunque la Biblia nos dice que “Dios mora en medio de la alabanza de su pueblo” (Sal 22:3) y la Lumen Gentium nos dice parafraseando 1 Cor 3,16 que en nuestro corazón “habita el Espíritu Santo como en un templo" (LG 9), nos perderíamos algo muy importante del cristianismo si olvidáramos que Jesús como hombre que era tuvo un cuerpo, vivió en un lugar y se quedó en medio de nosotros de una manera palpable en el sacramento (latens déitas, quae sub his figuris vere látitas) cumpliendo aquello de “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20)
Los judíos sabían bien esto y por eso adoraban físicamente la presencia de Dios en el Templo de Jerusalén, la Shekhiná (שכינה ); pero al rasgarse el velo del templo lo que ocurrió es que el mundo entero y los corazones de los cristianos se convirtieron en el Templo de Dios.
Y aquí está el Misterio de la Encarnación, que hace que al habitar el Verbo de Dios entre nosotros, al hacer de la creación su morada, podamos encontrar a Dios en la materialidad de las cosas así como en nuestros cuerpos que son morada del Espíritu Santo (Ef 2,22)
Por eso podemos rezar ante un Belén de figuritas que nos recuerdan lo que ocurrió hace dos mil años, y podemos encontrar a Dios en el templo, en nuestro espíritu y en la verdad de las cosas.
Por eso vivimos un cristianismo encarnado y de encarnación, nada ajeno a los dolores de este mundo que gime con dolores de parto (Rom 8,22), nada espiritual y lejano, sino presente y cercano como el Emmanuel, el Dios con nosotros, que se ha revelado en la persona de Jesucristo hecho del mismo barro que nosotros excepto en el pecado.
Cuanto más me adentro en el misterio de la Navidad, más me fascina creer en un Dios que se hace solidario con nosotros asumiendo nuestra carne y entra en la Historia como un Big Bang que todo lo cambia y lo transforma (“he aquí que yo hago nuevas todas las cosas” Ap. 21,5)
¡Qué religión tan simple y perfecta! Escondida a los sabios y a los ricos, invisible al ojo mundano, pero meridianamente clara para las almas de los sencillos y de los que creen y por eso comprenden lo que sólo con la fe se puede entender (credo ut intellegam).
Hace falta fe para orar delante de un cirio con una luz traída de tierras lejanas, ante un Belén tenuemente iluminado que representa algo que ocurrió hace miles de años y encontrar la presencia de Dios en los corazones de los que oran. Hace falta fe, pero no es difícil, es sumamente sencillo, pues además de ser un don, es algo tan simple como mirar con los ojos, respirar por la boca, y palpitar con el corazón; el esfuerzo lo hace Dios que está ahí, no nosotros afanándonos en la oración.
Y es que el cristianismo no se hace sino nace, y para encontrarlo no hace falta más que mirar alrededor, adorar la presencia de Dios diseminada en este mundo, acercarnos al tabernáculo donde sacramentalmente mora su presencia, y reconocerlo en el edificio y el cuerpo de la Iglesia que somos sus miembros.
Es tremendamente sencillo, hasta me atrevería a decir que obvio, porque es algo sumamente práctico, tan cotidiano como el pan y el vino que no debe faltar a la mesa, tan simplemente mundano como la realidad en la que vivimos todos los días, tan humano como un Niño en un pesebre recién alumbrado que es visitado por todos.
Por eso es una revolución cosmológica y ontológica, más que un giro copernicano, mayor que el mayor de los Big Bang, y por eso Navidad es la fiesta grande de la encarnación de Dios que trae el único mensaje posible de transformación para un mundo y una realidad que sin la intervención de Dios agoniza, pero que con la Salvación de Dios se hace santo, habitable y sujeto de nuestra fascinación…