Mis amigos se hacen protestantes
por Josue Fonseca
Escena 1. Estoy en Salamanca, cursando mi primer año de carrera. Un amigo llamado Carlos ha experimentado una crisis existencial: de ser no creyente ha decidido convertirse en cristiano. La noticia es magnífica, pero me sorprende cuando señala, “Sin embargo, claro, antes tengo que saber si debo ser católico o protestante (ortodoxos, por aquel entonces, casi no había en España), así que he comenzado a tener conversaciones con un pastor y un sacerdote”. Lo que no me llama la atención en absoluto es cuando me anuncia su decisión de hacerse evangélico. El buen cura al que acudía debió aconsejarle ir a misa, leer a los autores católicos, estudiar la historia, trabajar en la parroquia. En la pequeña comunidad evangélica que comenzó a frecuentar le hablaron en términos muy sencillos, directa y literalmente extraídos de la Palabra de Dios. El ambiente era acogedor y se conocían todos: el chaval ganó una nueva fe y una nueva familia. Lo comprendí el día en que asistí a su “nuevo bautismo” con alegría por él y pena por lo innecesario que me parecía todo aquello.
Escena dos. Sharon es una alumna mía, que viene de un país de África Occidental. No domina mucho el español y establezco una relación especial con ella hablándole en su idioma. Sé que es una católica ferviente porque proviene de una relevante institución académica confesional. Con la confianza del trato, un día me atrevo a preguntarle: ¿Oye Sharon, y a qué parroquia sueles acudir a misa los domingos?” Creo que desvía un poco la cabeza y me contesta: “¡Bueno, vamos a una iglesia, pero no es católica! Es que mi madre no entiende mucho, ya sabes y, allí el pastor nos pregunta y se interesa por nosotras, etc.!” Nuevamente tengo que callarme respetuosamente. ¡Y pensar!
Escena tres. Andrea viene de un país latinoamericano y lo ha pasado muy mal en España. Es muy creyente y acude a una iglesia del centro donde un sacerdote se ha convertido en su paño de lágrimas: la escucha y la aconseja, pero lógicamente no puede dedicarle todo su tiempo. Al conocerla, intentamos echarle una mano. Su situación económica mejora poco a poco, aunque sigue sintiéndose muy sola, y eso que su madre ha venido a vivir con ella. Lo último que sé es que han comenzado a acudir a una congregación protestante del sur de la ciudad. Conozco el sitio: predomina la gente joven, las relaciones parecen estrechas y cordiales, celebran una comida de hermandad tras el fin del culto. Por lo visto, las dos se encuentran muy a gusto y piensan quedarse. A mí, me toca reflexionar, una vez más.
Seguramente a algún lector le resultará un tanto extraño oír que estas iglesias han crecido enormemente en España gracias a la inmigración. Al fin y al cabo los protestantes españoles no pasan de los 450.000 sobre una población total de 45 millones.
No sucede lo mismo, claro está, en países de tradición católica secular como Guatemala, donde alcanzan el 50%, o en Chile, donde se acercan ya al 25%; y no puedo evitar sonreír cuando escucho el manido argumento de que “se trata de sectas financiadas por la CIA” ¡Dios mío, qué ceguera! ¡Por supuesto que hay sectas, pero estas no explican ni una centésima parte de la realidad!
Suelo acudir a algún culto evangélico de vez en cuando, pues me parece que el ecumenismo se basa mucho en el conocimiento mutuo. Por distintas razones he tenido la suerte de mantener relación con muchos protestantes españoles en los últimos años. Algunos de ellos son verdaderos amigos: me he quedado en sus casas y ellos en la mía. Claro que no han faltado discusiones teológicas, pero lo importante ha sido siempre una fe viva (y compartida) en el Señor Jesús. En todo caso creo que conozco estos grupos bien. Entre ellos hay diferencias notables, si bien presentan un esquema esencial bastante homogéneo: se trata de comunidades pequeñas o medias en su mayoría. Sus cultos suelen ser alegres y participados, la teología es muy fácilmente comprensible y orientada por completo a los aspectos prácticos: las predicaciones van con frecuencia en esa línea. El carácter comunitario está muy acentuado: frecuentemente la gente se conoce y se relaciona fuera de la iglesia. Por supuesto, se resalta mucho la importancia de la fe personal e interiorizada, con gran hincapié en la lectura de la Palabra de Dios, la oración y el testimonio personales (¿Cuántos deportistas católicos conocemos que muestren orgullosamente una camiseta con el eslogan “I belong to Jesus”, como hace Káká?).
¿La fórmula del éxito? Tal vez, al menos con determinados grupos sociales; y no se trata únicamente de los inmigrantes: sólo desde los años 70, más de la mitad de la población gitana española se ha hecho protestante; un nuevo dato para pensar. En la católica Italia los evangélicos rondan ya los 700.000 (de ellos unos 550.000 son pentecostales).
Yo, que soy un católico convencido, he dedicado mucho tiempo a reflexionar sobre el hecho de que algunos de mis amigos se hayan hecho evangélicos. Mi conclusión es bastante sencilla: ¿resulta tan difícil ofrecer a los fieles (y a los no fieles) una fe significativa y personal, unas comunidades de hermanos verdaderas que ayuden a vivirla, y una liturgia comprensible que permita celebrarla con alegría? ¡Pero si en el principio era así!
No sé qué pensarán ustedes, pero me parece que en este partido se está jugando nada menos que el futuro de la Iglesia en Europa.