Lunes, 23 de diciembre de 2024

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El abrazo de sor Verónica a SS. Benedicto XVI

Abrazar al Papa

por Josue Fonseca

Tenía que pasar. Pese a todas las medidas de seguridad que rodean a los Papas desde 1981, y a pesar de un protocolo elaborado hasta el extremo, la espontaneidad y el cariño de sor Verónica han sido suficientes para ser portada en todos los medios católicos de los últimos días. Y de paso para dar lugar a una lluvia de opiniones.

Es esto lo que más me ha llamado la atención. El hecho de que una religiosa de 46 años abrace con fervor al Santo Padre, de 84, no tendría por qué ser objeto de mayor comentario, máxime si se da por supuesto un conocimiento previo, y un contacto que ha debido ser relativamente frecuente entre ambos en los últimos tiempos.

La noticia, y lo que merece este artículo, es la reacción que ha suscitado el hecho. En los últimos días he tenido ocasión de oír y leer de todo, pero, generalmente las voces son bien críticas con el gesto de la superiora de Iesus Communio. Muchos señalan que es una “falta de respeto”, una indelicadeza, incluso he leído la palabra “arrogancia”. Y, la verdad, el tema no me parece trivial en absoluto, ni más propio de la prensa sensacionalista o del corazón, que de los que modestamente tratamos de ser cronistas de la vida cristiana en nuestro tiempo.

El abrazo y el beso están llenos de significado humano, y también teológico. No hace falta más que abrir la Palabra de Dios para verla repleta de manifestaciones de ese tipo. Se me vienen a la mente el abrazo y las lágrimas de David y Jonatán (1 Sam, 20, 41), y la conmovedora escena de Pablo, despidiéndose de los discípulos en Mileto (Hech, 20, 36). ¿Qué puedo decir? : personalmente quiero imaginarme mi encuentro definitivo con el Señor como un gran abrazo, un abrazo que tanto he anhelado…

Por lo demás, la historia de los cristianos está llena de gestos chocantes. Empezando por la locura de la pecadora que viola en unos instantes no sé cuantas prescripciones legales  del judaísmo para ungir los pies de Jesús, mientras éste la deja hacer ante la estupefacción de todos… y siguiendo por el beso apasionado de Clara al cadáver de Francisco. Tampoco los papas se han librado antes de ahora: una Teresita de Lisieux de 15 años, rompe todos los protocolos y se agarra a las rodillas de León XIII para implorarle la dispensa que le permita ingresar en el Carmelo. Más recientemente, Jean Vanier, fundador de la comunidad de L’Arche, cruzo la “línea de seguridad” para arrodillarse y abrazar las piernas de Juan Pablo II, durante el encuentro de éste con los representantes de los nuevos movimientos y comunidades en 1998.

Así que, ¿es para tanto? El problema tal vez estribe en una concepción concreta de la figura del obispo de Roma y lo que éste debe representar, y, consecuentemente en toda una imagen de la Iglesia, que se desea preservar. El protocolo excesivo, el hieratismo, la “separación” de lo sagrado de lo cotidiano, incluso de las más entrañables manifestaciones de lo humano, conlleva inconscientemente una visión particular del cristianismo. En ella  los representantes de Dios deben ser considerados, en cierta medida, “seres aparte”, en cuanto nos comunican con lo Sagrado, y deben por tanto estar “apartados” del resto de los creyentes, cuyo deber es simplemente obedecerles y respetarles.

No seré yo quien niegue la realidad sacral de ciertas personas, ni su significatividad mediadora. Tampoco cuestiono la obediencia y el respeto. Lo que sí cuestiono es un modelo de Iglesia basado en lo que son aspectos accesorios, y no fundamentales. El esquema esencial de la Iglesia no es el “piramidal”, en el cual la Jerarquía es la cúspide de la que descienden las gracias a estratos progresivamente inferiores. El aspecto de esencial de la Iglesia es el de “Pueblo de Dios”, formado por los redimidos en el bautismo, cuyo centro solo puede ser el Señor Jesús, y al que sirven distintos ministerios, entre ellos el de la Jerarquía, que es a mi modo de ver el más importante.

Los signos sustentan ideas, aunque sea de manera inconsciente, y por eso conviene sacarlas a la luz de vez en cuando. Personalmente me preocupa el ver como desde algunos sectores se insiste tanto en cuestiones que ni pertenecen al Dogma católico ni están siquiera en el depósito de la Tradición, y se utilizan como armas arrojadizas contra quienes sostienen ideas distintas. Mientras  tanto, aspectos esenciales como la evangelización, la conversión o el compromiso con los que sufren, parecen quedar al margen.

Por otro lado los signos concretos son importantes para encarnar la sacramentalidad de la Iglesia en el mundo. ¿Por qué? Pues porque ella misma es Sacramento Universal de Salvación. Ahora bien, es muy difícil ejercer esta función  cuando dichos signos no son entendidos por los destinatarios de la misma. Un semáforo puede ser un objeto decorativo para una tribu esquimal, pero no servirá de nada a sus miembros, porque no entienden lo que significa. Los rituales, formas, protocolos, conveniencias y demás formalidades que empleamos pueden ser tan antiguos y respetables que llegan a parecernos esenciales, pero la verdad es que, de cara al mundo son tan incomprensibles, como lo fue la vieja circuncisión para los cristianos no judíos recién convertidos.

De lo que sí estoy seguro es que abrazo de sor Verónica ha sido entendido por todo el mundo. Y también de que, para muchos que no creen, un gesto tan sencillo y sorprendente  ha supuesto un signo de calor humanidad y cariño dentro de una Iglesia llena (¡pero llena!) de amor y servicio. Aunque, desgraciadamente, muchas veces lo disimule tan bien.

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