Cisma en Austria
por Santiago Martín
Dos tercios del clero austríaco apoya un manifiesto conocido como “Llamada a la desobediencia” y la gran mayoría de los habitantes de ese país hace lo mismo. Rechazan casi todo lo dogmático o moral que es difícil de digerir por el mundo de hoy; es decir, piden la aceptación del aborto, del matrimonio homosexual, de la ordenación femenina, de la comunión de divorciados, de las misas presididas por laicos… Y esto sucede en vísperas del viaje del Papa a Austria.
La situación sólo puede calificarse como grave. Así lo ha reconocido un hombre tranquilo y acostumbrado a batallas de este tipo, como es el cardenal de Viena Schönborn. Acaba de publicar una carta apelando a la unidad, pero también advirtiendo que la postura de los que disienten de la doctrina católica tendrá consecuencias graves y que no puede quedar impune.
Ambas cosas son, pues, necesarias. Primero, no ahorrar esfuerzos por mantener la unidad de la Iglesia e intentar evitar si es posible el cisma. En realidad, el cisma lleva ya años existiendo y ahora lo que sucede es que aparece con total nitidez. Sin embargo, antes de que se pase del “facto” al “iure”, hay que hacer todo lo posible para impedirlo. La historia nos enseña que muchas buenas personas son engañadas por los liantes de turno y luego, sin ser plenamente conscientes de lo que han hecho, quedan separadas del tronco de la Iglesia, tanto ellos como sus hijos. Quizá mañana la Iglesia católica esté en minoría en Austria y tengamos enfrente a una “Iglesia progresista protestona” separada de la católica, a la que tendremos que tratar con amor de “hermanos separados” y con la que tendremos que dialogar para ver si algún día volvemos a unirnos. Pero, si podemos evitarlo, es mejor que eso no suceda. La unidad es un valor importantísimo, por el que merece la pena pagar un precio.
Ahora bien, ese precio no puede ser el de la verdad. No podemos sacrificar la verdad ni siquiera en aras de la unidad. El cisma sería terrible, pero peor aún sería que en la Iglesia siguiera reinando la confusión que hay hoy en tantos sitios –Austria es sólo uno de ellos-. Es hora de que unos y otros den la cara y de que, si hay que romper, se rompa del modo menos traumático posible y con la menor de las agresividades.
Esto es como los matrimonios. Hay que luchar a toda costa para que sobrevivan, pagando incluso un alto precio por ello, el precio de la cruz. Pero no pagando cualquier precio. La Iglesia no nos enseña que la esposa tiene que seguir con el marido aunque éste le pegue una paliza diaria; la separación matrimonial, en casos así, es no sólo legítima sino necesaria.
El cisma que divide a la Iglesia en Europa desde hace décadas es una realidad. Quizá ha llegado la hora de que se consume, de que se haga jurídico. Si llega esa hora será una mala hora, pues no es buena la división. Pero mucho peor es seguir engañando a los fieles inocentes que van a iglesias y colegios católicos y reciben una doctrina que creen que es de la Iglesia a la que pertenecen y no tiene nada que ver con ella. Por lo tanto, si no quieren compartir el depósito de la fe, que se vayan. Será muy doloroso si sucede, pero pagar el precio de sacrificar la verdad es algo que la Iglesia no puede hacer.
Recemos por la Iglesia en Austria y por el Papa.
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