Ha muerto Mosén Manuel Claret
El final de un santo de lo ordinario
Acabo de recibir la noticia de la muerte de Mosén Claret.
Padecía un cáncer que, en los últimos meses, le producía unos dolores insoportables. Aún así, confesaba y celebraba la Eucaristía.
-¿Le ayudo?
-No, no... Ya se va... Ya puedo... Gracias.
Y caminaba despacio hacia el altar. Y el Señor venía a sus manos, y a nosotros.
Mosén Claret era un sabio. No conozco su biografía académica en detalle. Tampoco su labor social y docente, múltiple, variada, enorme. Solo sé que era el párroco. El hombre en quien confiar: sólido, afectuoso y amable, a la catalana, sin exagerar; serio, preocupado y profesional. Tenía la iglesia, el claustro y todas las instalaciones como una patena. Y las actividades funcionaban como un reloj. Los sermones eran esperanzadores y exigentes. Verdaderos. No se mordía la lengua aunque entre los parroquianos habituales estuviesen don Jordi Pujol y su esposa. O el llorado editor Jaume Vallcorba, el Genio del Acantilado. Música y silencios. Solemnidad. Liturgia sobria. Elegancia en las formas.
-No nos degrademos.
No nos degrademos... Podría decir que era su frase. Alertaba contra la degradación de lo humano y de lo divino. "El pecado degrada". "No seamos menos que hombres". "Sé un hombre. Si no eres un hombre, no podrás ser cristiano".
Ha sido mi párroco durante 27 años. Los ojos traviesos traicionaban una seriedad que tendía a hacer natural lo sobrenatural. "No te preocupes tanto; son cruces sin pena ni gloria, cruces ordinarias, de cada día. No busques más de lo que puedes llevar."
Él llevó, al final, mucho más de lo que podía humanamente soportar. Por lo que he sabido, su muerte, la inexorable presencia de la muerte, ha sido para él una experiencia similar a la de Santa Teresita. La conciencia oscura, absorbente, de la fragilidad. La debilidad que, a pesar nuestro, degrada. La elevación en la cruz, extraordinaria ahora porque es la última.
La última cruz de Mosén Claret antes de su entrada discreta, seria y formal en el Cielo.
Descanse en Paz, Mosén. Y rece por todos nosotros, como siempre, con el breviario en el último banco del Paraíso.